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viernes, 31 de octubre de 2014


SEMBLANZA


 "La máscara y el rostro"

 Hablamos de «yo» e inmediatamente debemos precisar esa necesaria diferencia que existe entre el «yo externo», o la máscara, y el «yo interno», nuestro rostro.

Desde siempre ese primer yo parece habernos ganado, y cuando se nos presenta alguien que parece estar exhibiendo el rostro, generalmente lo enfrentamos y pocas veces intentamos adentrarnos en él, apropiarnos de ese rostro, tal vez por temor ante lo desconocido.

Sucede que nuestra máscara no es otra cosa que el miedo a encontrarnos, a hacer frente a una realidad de la que somos parte y de la cual tenemos alguna cuota de complicidad.

Ese rostro nos perturba porque tememos que nuestra máscara caiga, que ese yo imperturbable de la permanente sumisión, de la enajenación y la miseria, deje al desnudo nuestro auténtico ser. Tememos que ese interno yo busque romper las múltiples rejas que lo retienen.

Ese rostro constituye una amenaza que, además, se ha atrevido a trasponer el umbral de un determinado ámbito de máscaras. Pero sucede que las máscaras, por ser tales, no pueden enfrentarlo, pues no conocen el hacer frente, conocen sólo la sumisión, la mezquindad, la deshonra y, por sobre todas las cosas, su piel es la hipocresía. Pueden acercarse al rostro con la fuerza hipócrita de sus gestos, de su voz, de esas maneras que intentan deslumbrar en una continua danza que es su espejo; en tanto danzan, la máscara se hace más espesa, se afirma. La danza deberá continuar tanto tiempo como el rostro esté presente, pues para expulsarlo requiere quitársela y quitársela es un castigo que rehúsa, quitarse la hipocresía es algo que desconoce; se han fundido en hipocresía; es una hipocresía densa, saturada. Quitarse la hipocresía, quitarse la máscara, es el emerger de algo en lo que ya no se reconoce.

Sucede que han construido el mundo como máscara; han transmitido su herencia a sus hijos; las instituciones se construyen con máscaras. Viven en una eterna danza de la muerte que se les hace vida. Respiran azufre, pues desconocen el oxígeno. Es por todo ello que ese rostro inoportuno debe ser destruido, pero no enfrentándolo sino ignorándolo, cercándolo del fétido aliento que la máscara les permite. La máscara es prohibición, es sumisión al miedo; es hacer del miedo una naturaleza: les sienta muy bien la muerte que es su máscara.

Las máscaras requieren de ese ámbito descarado, de salones pulcros y luminosos,  que ocultan lo sucio y la negritud del rostro. Son meros enunciados que han perdido al enunciante; más aún, temen a cualquier enunciante pues ese es el auténtico yo. Librados a míseros enunciados sin enunciante prolongan su estadía en ese mundo de azufre.

 Inútilmente esperan que el rostro invasor se haga máscara; él no podría de igual manera que no lograrían ellos hacerse rostros; ni el uno ni el otro conocen a su contrario; ni el rostro conoce que es la máscara, ni la máscara puede deletrear una palabra que desconocen.

Para esos yo externos, para esos rostros, que en tanto tales carecen de alma,  el rostro es un «otro». La muerte no comprende lo que es vital, en tanto lo vital comprende lo que es la auténtica muerte; es conciente de su finitud. Los rostros son expresiones fantasmales; el rostro es presencia. La hipocresía, las máscaras, seguirán danzando la danza sin fin, la única que saben danzar en el ámbito reluciente de negritud, en los brindis cuyas copas  al rozarse suenan sin producir sonido. Las máscaras, en fin, son la muerte que no se atreve a pronunciar su nombre. Las máscaras se alimentan de la carroña que no es otra que la que espera que le hagan un lugar entre ellas para luego poder danzar junto a ellas la misma danza mortal.

El rostro, como el águila, vuela solo: es vida; es desafío; la corona de espinas lo identifica.