SEMBLANZA
Desde siempre ese primer yo parece habernos ganado, y cuando
se nos presenta alguien que parece estar exhibiendo el rostro, generalmente lo
enfrentamos y pocas veces intentamos adentrarnos en él, apropiarnos de ese rostro,
tal vez por temor ante lo desconocido.
Sucede que nuestra máscara no es otra cosa que el miedo a
encontrarnos, a hacer frente a una realidad de la que somos parte y de la cual
tenemos alguna cuota de complicidad.
Ese rostro nos perturba porque tememos que nuestra máscara
caiga, que ese yo imperturbable de la permanente sumisión, de la enajenación y
la miseria, deje al desnudo nuestro auténtico ser. Tememos que ese interno yo
busque romper las múltiples rejas que lo retienen.
Ese rostro constituye una amenaza que, además, se ha
atrevido a trasponer el umbral de un determinado ámbito de máscaras. Pero
sucede que las máscaras, por ser tales, no pueden enfrentarlo, pues no conocen
el hacer frente, conocen sólo la sumisión, la mezquindad, la deshonra y, por
sobre todas las cosas, su piel es la hipocresía. Pueden acercarse al rostro con
la fuerza hipócrita de sus gestos, de su voz, de esas maneras que intentan
deslumbrar en una continua danza que es su espejo; en tanto danzan, la máscara
se hace más espesa, se afirma. La danza deberá continuar tanto tiempo como el
rostro esté presente, pues para expulsarlo requiere quitársela y quitársela es
un castigo que rehúsa, quitarse la hipocresía es algo que desconoce; se han
fundido en hipocresía; es una hipocresía densa, saturada. Quitarse la
hipocresía, quitarse la máscara, es el emerger de algo en lo que ya no se
reconoce.
Sucede que han construido el mundo como máscara; han
transmitido su herencia a sus hijos; las instituciones se construyen con
máscaras. Viven en una eterna danza de la muerte que se les hace vida. Respiran
azufre, pues desconocen el oxígeno. Es por todo ello que ese rostro inoportuno
debe ser destruido, pero no enfrentándolo sino ignorándolo, cercándolo del
fétido aliento que la máscara les permite. La máscara es prohibición, es
sumisión al miedo; es hacer del miedo una naturaleza: les sienta muy bien la
muerte que es su máscara.
Las máscaras requieren de ese ámbito descarado, de salones
pulcros y luminosos, que ocultan lo
sucio y la negritud del rostro. Son meros enunciados que han perdido al
enunciante; más aún, temen a cualquier enunciante pues ese es el auténtico yo.
Librados a míseros enunciados sin enunciante prolongan su estadía en ese mundo
de azufre.
Para esos yo externos, para esos rostros, que en tanto tales
carecen de alma, el rostro es un «otro».
La muerte no comprende lo que es vital, en tanto lo vital comprende lo que es la
auténtica muerte; es conciente de su finitud. Los rostros son expresiones
fantasmales; el rostro es presencia. La hipocresía, las máscaras, seguirán
danzando la danza sin fin, la única que saben danzar en el ámbito reluciente de
negritud, en los brindis cuyas copas al
rozarse suenan sin producir sonido. Las máscaras, en fin, son la muerte que no
se atreve a pronunciar su nombre. Las máscaras se alimentan de la carroña que
no es otra que la que espera que le hagan un lugar entre ellas para luego poder
danzar junto a ellas la misma danza mortal.
El rostro, como el águila, vuela solo: es vida; es desafío;
la corona de espinas lo identifica.