REVISTA DE CIENCIA POLÍTICA
Año 5 - Revista Nº15 - Marzo de 2012 " TEORÍA POLÍTICA E HISTORIA
"
RESUMEN
Dos cuestiones y una muestra ilustrativa de la segunda
cuestión estructuran estas notas. El
calificativo de notas responde al
carácter necesariamente introductorio de esta propuesta, cuya hipótesis básica busca demostrar la
falacia objetivista de la historiografía: pretender apresar la «cosa-en-sí»
(aún de hechos contemporáneos) violenta la estructura psico-física del ente
humano, a quien sólo le es dable capturar imágenes que luego comprenderá
hermenéuticamente. La historiografía crítica u objetivista inmersa en la
disección de la «cosa-en-sí» se aleja de su única válida misión que es
apropiarse de la savia del factum (que
desprecia) para permitir al hombre entenderse como «ser-en-el-mundo»
«con-otro». Nuestra hipótesis reposa
en la necesidad de operar un «giro copernicano» que retome la tradición
preservada durante 2.500 años y que remonta a la historia de la plenitud vital,
al epos, a encontrarnos con nuestra esencia histórico-mítica. Podrá
entonces el historiador ayudar a procrear generaciones libres, lo cual impone
desprenderse del lastre tóxico de la voz «ciencia», marca indeleble de la
«omnipotencia antropológica» con que el siglo XIX envolvió a las «disciplinas
del espíritu». Lo histórico mundano es posible por el pensamiento mítico. En
Argentina, el «mito Kirchner» así lo mostró colocando en entredicho a toda
positividad objetivista.
ABSTRACT
Two questions and an illustrative sample about the second
question structures these notes. The qualification of notes responds to the introductory nature of this proposal, which
seeks to demonstrate the basic assumption of historiography objectivist
fallacy: trying to capture the «thing-in-itself» (made even contemporaries)
violent the psycho-physical structure of the human body , who is only possible
after capture images that comprise, late, hermeneutically. Criticism or
objectivist historiography immersed in dissecting the
«thing-in-itself» is only valid away from its mission that is appropriate factum sap (which despises) to enable
man to see himself as «Existence-in-the-world» «with-other». Our hypothesis
rests on the necessity to operate a «Copernican Revolution» to resume the
tradition preserved for 2,500 years and dating back to the history of the
fullness of life, the epos, to meet
our historical-mythical essence. The historian, then, could help to breed free
generations, imposing detached from the toxic burden of the voice «science»,
indelible mark of the «anthropological omnipotence» that engulfed the
nineteenth century the «disciplines of the Spirit».The it mundane historical is
possible because the mythical thought. In Argentina , the «myth Kirchner» has
showed it by putting into question the whole objectivist positivity.
____________________________________________________________
NOTAS ACERCA DE LA HISTORIOGRAFÍA CRÍTICA Y DEL
SINGULAR ENTRAMADO DEL PENSAMIENTO
MÍTICO: LA GESTACIÓN DEL «MITO KIRCHNER»
Por RUBÉN DARÍO SALAS
INTRODUCCIÓN
Estas notas se proponen dar cuenta de la
emergencia en Argentina de un «mito político». Nació con el fallecimiento, el
27 de octubre de 2010, de quien ejerció la presidencia de la República entre
los años 2003 y 2007. Nos referimos a Néstor Kirchner, cuya figura devino
construcción mítica sin que narración historiográfica alguna hubiera siquiera
entrevisto el proceso de gestación de ese poderoso élan vital que hizo eclosión el día de su deceso. En el mundo
globalizado del discurso hegemónico de la Corporación imperial desterritorializada
(Hardt y Negri 2002: 12), aquel que
ha reemplazado a las tradicionales estructuras políticas del llamado
Estado-Nación, la expresión vital de la “multitud” (cf. Hardt y Negri 2004:
15-19) se deslizó entre sus hendiduras.
Nuestras notas buscan dar cuenta de esa realidad
que despertó calladas vivencias dentro del estridente orden virtual de la
cultura post-moderna del discurso hegemónico. Vale decir, advertimos que el
discurso replegado, de imponerse algún día, puede hacerlo recorrido por formas
de expresión donde el pensamiento racional y el mítico se articulen sin
conflicto. Mytos y lógos se insinúan como dinámica creadora
de aquel discurso que en silencio murmura: «otro mundo es posible».
Notas que pretenden también (a manera de contraste) exhibir la esterilidad del
pensamiento historiográfico de nuestro medio, aquel que, desde el ámbito
específico de la historiografía argentina y americana, traduce sin ambages ese
discurso hegemónico produciendo fatigados y yermos escritos destinados a sus
acólitos, a los que mantiene bajo estrecho sometimiento para asegurarse de que
sus nombres no sean olvidados.
Argentina tuvo un
triste protagonismo mundial en el año 2001, protagonismo que hoy acusan los
pueblos occidentales tanto de Europa como de los Estados Unidos de América del
Norte. La Corporación inició el milenio con el objetivo de implementar ajustes
en la estrategia global y se encuentra en plena actividad.
En estas notas atendemos específicamente a esa
expresión mítica que interpretamos como respuesta vital que hace frente
inconscientemente al orden corporativo del mundo globalizado y a sus más
conspicuas expresiones locales, cuya voz resuena a través de los variados
medios de comunicación. Nos importa sí dar cuenta del paradigma dentro del cual se produce esta actitud reactiva y
colocar un nombre genérico, Corporación, al “sistema de control” (Hardt y Negri
2002: 290) que desplazó al modelo representativo de gobierno que sólo se
conserva como ajada máscara, de manera absoluta en el llamado «mundo
desarrollado» y con signos todavía de «Modernidad» en los llamados «países
emergentes» de América. A la hora de dar cuenta acerca de este hecho tan inesperado como sorprendente, entendimos que se hacía necesario bucear (aunque a poca profundidad en razón de nuestros limitados conocimientos sobre la cuestión) en el vasto océano de la Psicología evolutiva y de la conducta, a los efectos de remitir al momento inicial evolutivo en que se forja el pensamiento mítico. Los párrafos sobre la cuestión, borrosos en más de un trayecto discursivo, deben leerse en clave didáctica.
I. LA
HISTORIOGRAFÍA CRÍTICA O LA PATOLOGÍA HISTORIOGRÁFICA
Un día
específico, 27 de octubre de 2010, en distintos momentos del día los habitantes
de un país llamado Argentina vamos tomando conocimiento de la muerte de un
presidente de la República que lo fuera hasta el año 2007, continuando luego
con la impronta que lo significó. Se trata de un dato indudable, está «ante los ojos»; ese dato en cuanto tal se halla preñado de objetividad, entendiendo vulgarmente la voz objetividad como el acto de capturar la «realidad-en-sí».
Ese objeto se encuentra «a la mano» en un preciso espacio y en un preciso tiempo físico.
Otro dato dice
que al día siguiente se celebra un velatorio en el Palacio de gobierno abierto
a todos los que deseen acercarse: una nutrida hilera de casi tres kilómetros
renovada continuamente durante aproximadamente 26 horas avanza lentamente hacia
el punto convocante. Aquí estamos frente a otra cuestión objetiva y, como ésta,
se podrían enumerar muchas otras que, a manera de crónica, dicen de algo que
puede ser verificado.
En época de
vértigo comunicacional todos los habitantes del país toman conocimiento del
dato. Dato que resulta indiferente a unos y conmocionante a otros.
Hasta aquí unas
sucintas referencias, que retomaremos luego en su auténtica dimensión, sólo
válidas para comenzar a desnudar historiógrafos responsables de la autofagia de
la disciplina; aquellos mismos que pronto fatigarán las imprentas con tan
brutales como primitivos razonamientos disecando la entraña viva del personaje.
Imaginemos a un
historiógrafo que quiera dar cuenta de lo acaecido. Más aún, que entienda que
es preciso acercarse al lugar para dar cuenta de la «realidad» histórica. Él no
duda que sin moverse de su cómoda estancia podría hacerlo objetivamente
dibujando la situación histórica y política que tal hecho reviste. Sin embargo,
pretende capturar la realidad in situ,
tal vez para demostrar a los incrédulos subjetivistas aquello de que la historia,
como ciencia que es y con la misma rigurosidad que el biólogo frente al
microscopio, puede retratar lo que está acaeciendo. Así las cosas, emprende un
corto viaje hacia el lugar y, luego de divisar la hilera de personas que ya se
encuentran allí, halla un hueco donde depositarse.
Mientras avanza
en la caminata hacia la Palacio de gobierno anota (para evitar olvidar algún
dato) cuestiones que atienden a los tipos sociales que allí se encuentran,
franjas etarias, cantidad estimada de personas asistentes, nivel de pertenencia
y de no pertenencia política de los allí presentes, etc..
Después de muchas
horas de observaciones y anotaciones regresará a su hogar satisfecho por haber
cumplido con la misión objetivista.
Todo lo que ahora
volcará no podrá revestir para él otro nombre que el de registro auténtico de
los hechos. Importante labor que tiene por finalidad ilustrar rigurosamente
sobre un acontecimiento a quienes en el futuro lean su trabajo. Allí reside la
verdad de los hechos: en términos de Max Weber su trabajo traduce «neutralidad
valorativa» (Weber 1918: 47), pues nada lo conmovió, dado que a la manera de un
arqueólogo sólo dio cuenta de datos.
La «neutralidad
valorativa» resuelve la pretensión objetiva de la historiografía nacida
científica a mediados del siglo XIX de la entraña del Positivismo, pero,
entiéndase bien, traducida vulgarmente en nuestro tiempo post-moderno, esto es,
alejados los representantes de la inteligentzia
historiográfica de cualquier actitud comprensora hermenéutica. Dicho en otras
palabras, hambrientos por reservarle a la disciplina historia un lugar dentro del ámbito de la ciencia, violentan su
auténtico sentido.
Pero la simple
anécdota con que comenzamos este texto dice también del carácter metafórico de la historiografía, en tanto la significación
del objeto se desvía (metáfora significa desvío) hacia otra que opera en la
psiquis del historiógrafo como su símil. No obstante, el virtual historiador no
advierte que las palabras que luego verterá librescamente en clave de
pretendida historia científica no son más que expresión metafórica, esto es,
una transposición a una hoja de algo que está aconteciendo y donde sólo le es
dable rescatar aspectos parciales, necesariamente subjetivos en muchos
trayectos de su texto cuando se adentre en apreciaciones sobre lo acontecido.
Vale decir, más allá de cualquier pretensión objetivista, el texto histórico es
rigurosamente metafórico.
Escogimos
intencionalmente un ejemplo de una realidad reciente a los efectos de no dejar
lugar a una vulgar hermenéutica que concluya en afirmar que cuanto más cercano
se encuentra el objeto de estudio es dable absolutamente apresar la
«cosa-en-sí».
Quien esto
escribe presenció dos accidentalidades históricas que los humanos habitantes de
estas tierras acusaron como significativas: la primera acontecida un 20 de
diciembre de 2001 llevaba una consigna esperanzadora («que se vayan todos») que
parecía poner en marcha (desde la Argentina) la utopía salvífica de la
humanidad sojuzgada por la «cultura de la muerte o totalitaria»; utopía
(entendida aquí como «energía creadora» revolucionaria) (Lasky 1985: 26)
sintetizada en la expresión «otro mundo es posible». Nueve años después, la
convocatoria espontánea surgía de la necesidad de rendir un homenaje a alguien que se había atrevido a retomar,
aunque por atajos, el sendero utópico; alguien
que habían comenzado a darle sentido a un puñado de voces («elección o
libertad», «libertad frente a sometimiento»; «arrojo frente a astenia»). Se
trató de un hecho que, como el primero, aunque desde otra dimensión, sacudió el ánimo de algunos humanos.
¿Acaso ese
personaje apenas delineado arriba es este narrador que posee grado en Historia?
De manera alguna, porque quien estuvo presente en ambas jornadas fue movido por
vivencias fuertes y no quiere confundirse con el decir historiográfico de
nuestro tiempo; contrariamente no se identifica con la consigna de la
pretensión de objetividad.
En la Argentina
hasta la década de los ’80 del siglo pasado, historiógrafos maduros creían en
la historia como expresión de verdad, pero lo hacían desde la vehemencia de sus
ideas y de sus ideologías. Luego los ya cuarentones que reemplazaron a aquellos
lo hicieron con actitud mercantilista. En el lapso de esos treinta años dieron
innumerables volteretas llevados por los vientos de las modas de la hora. Un
número importante de académicos y profesores universitarios consagrados dan
cuenta de ello.
Seguramente la
historiografía resultaría efectivamente valorizada si el historiógrafo se
reconociera sólo como cronista sin otra pretensión que la de consignar datos
ocurridos a lo largo del tiempo. Vale decir, si aceptara que su labor (en tanto
persista en su actitud aislacionista respecto del ámbito más amplio de las
«ciencias del espíritu») no es otra que la de recolector de datos provenientes
de fuentes varias, como con humildad lo aceptaron los historiógrafos hasta
concluir el siglo XVIII.
Debe reconocerse
que los varios materialismos decimonónicos (Positivismo y Materialismo
dialéctico) al depositar su «fe» en la historia echaron los cimientos de la
peligrosa y deletérea «omnipotencia antropológica» que reinaría mediado el
siglo XX: las fuerzas contrarias (v.gr., Friedrich Nietzsche, Henry Bergson,
George Sorel) no consiguieron construir una discursividad alternativa de igual
pregnancia, aunque sí alertaron con vehemencia del peligroso avance del
monstruo historiográfico, «estado de alerta» posible porque pisaban un
paradigma (Modernidad) que aún
guardada reservas de energía cognitiva.
Humilde lugar
ocupó la disciplina historia hasta el umbral del Romanticismo, sin pretensión
de objetividad científica, cuando no había abstracto «hombre» sino «humano» que
reconocía sus limitaciones y podía decir sin hesitarse (como lo había hecho el
doctor John Lightfoot, del Colegio St. Catherine, a comienzos del siglo XVII)
que “cielos y tierra, centro y circunferencia, fueron creados juntos […] y el
hombre fue creado por la Trinidad el 23 de octubre del año 4004 a.C. a las
nueve en punto de la mañana”) (Daniel 1968: 18)
Lo descrito era
propio de las centurias racionalistas de los siglos XVII y XVIII ávidas de
encontrar alguna clasificación para los humanos (al culminar el siglo XVIII se
imponía el concepto de «naturaleza humana») como se había hecho en relación con
los otros seres vivos. Aún “bien entrado el siglo XIX los hombres ilustrados
volvieron sus ojos hacia la narración de la Creación que da el Génesis, la de
la caída y la del diluvio, para explicar el origen del hombre y de la
sociedad.” (Daniel 1968: 26).
¿Qué obras
resultan más imponentes como expresión de narrativa histórica? Indudablemente
la Ilíada y la Odisea. Dioses y hombres pugnan entre sí y despliegan una realidad
notablemente articulada. Allí, en la admirable narrativa se encuentra la
grandeza de estas obras que cantan la guerra de helenos y troyanos; he ahí
vívida la historia. Nos instruimos igualmente, v. gr., con las «crónicas de
Indias» en las que la cita de autoridad basta para dar por cierto un hecho.
Historias bien contadas definen el «ser» de la accidentalidad histórica, pues
eso es la historia humana, accidente perdido en el polvo del cosmos. Como
anticipamos, hasta los inicios del siglo XIX la historiografía se definió en su
legítima dimensión humana: el saber romántico al peraltar lo «vital» frente al
racionalismo de la Ilustración, se esforzó por construirse míticamente. Esta
historiografía rescataba la dimensión específicamente humana. De igual forma,
tanto en las historias de los «caballeros de la mesa redonda», en las del
«Santo Grial» así como en las «crónicas bíblicas», reside la «esencia» de la
historia, aquella que vale pues dice que el humano es verdaderamente histórico
en el «fondo de su ser» (Heidegger 2002: § 72, 337). El hombre es histórico
ontológicamente y puede prescindir de cualquier historiografía, mucho más de
aquella que en aras de la objetividad le arrebata su auténtica sustancia.
El historiógrafo
de la «objetividad» o de las certezas indubitables ha llevado a la implosión de
su disciplina. Fruto de la autosuficiencia disciplinar, de las
micro-especialidades rampantes, no puede siquiera acercarse a la comprensión de
una realidad por más cercana que ésta se encuentre.
Nuestro ejemplo
quiere demostrar la impotencia de una disciplina sometida a los cánones que,
nacidos en el seno del Positivismo decimonónico, arribó a la Post-Modernidad
acentuando las fracturas que los historiógrafos positivistas sorteaban en razón
de su erudición multidisciplinar en el ámbito de aquello que Wilhelm Dilthey
llamara «ciencias del espíritu» y que otros posteriormente designarían como
«ciencias de la cultura».
Si el historiador
positivista rechazaba explícitamente el «sentir mítico» como impropio del
«progreso» de su centuria, éste igualmente se deslizaba en el rico entramado
discursivo; así se observa, v. gr., en obras como las del gestor de la
historiografía científica (crítica) Leopold von Ranke, y también en los
escritos de Jacob Burckhardt y Jules Michelet. Expurgar la narrativa histórica
de miradas románticas fue la consigna del historiador positivista, mirada
filosófica compartida por el Materialismo histórico. Sin embargo, hablar de
«progreso» era hacerlo de un mito y,
en léxico marxista, plantear un futuro «mundo de iguales», suponía reconstruir
un antiguo mito y (además) concluir en el sueño utópico de lo inalcanzable
(Lasky 1985: 289). Criterio epistémico positivista compartido durante un tiempo
de su vida por Sigmund Freud, antes del «giro copernicano» que lo llevaría al
adentrarse en el suelo de los mitos que
ocuparon un lugar central en la obra del «padre del Psicoanálisis».
Cuando la técnica
triunfe sobre la ciencia en el siglo XX; cuando el humano ya no consiga
reconocerse y se diluya en la voz abstracta «hombre», entonces el sentir mítico
comienza su repliegue. Sin embargo, resistirá a su expulsión: aunque el sujeto
no logre identificar su región mítica, ésta escorzadamente serpenteará en la
realidad histórica en la medida en que el ente humano es esencialmente histórico en el «fondo de su ser». En virtud de
ello, la historiografía es posible. Más aún: “La falta de historiografía no
es una prueba en contra de la
historicidad del «ser», sino […] prueba de ella”. Al pueblo griego en su
momento de mayor esplendor le es indiferente la historiografía y esto no
significa que fuera ahistórico
(Heidegger 2002: § 6, 27).
Un mito nació en Argentina el 27 de
octubre. La fuerza del mito activada
por el nivel inconsciente de la estructura psico-biológica requiere del
esfuerzo interpretativo conjunto de quienes entienden que el saber no es mera
sumatoria de conocimientos (obra de artilugios inteligentes), sino
«discernimiento» que se interroga; es «entender» y «demostrar» algo aboliendo
las fronteras disciplinares.
II. METÁFORA
Y MITO: SÍNTESIS DE LA AUTÉNTICA HISTORIOGRAFÍA
El verbo
metaforizar “significa traducir a otro lenguaje“[1][1], desvío del sentido original. Es una
figura del lenguaje que consiste en designar una cosa con el nombre de otra que
le asemeje, pero fundamentalmente la “referencia metafórica” permite
“re-descubrir una realidad inaccesible a la descripción directa”. La metáfora
es una forma de pensamiento que libera fuerzas energéticas que no se podrían
decir literalmente (Ricoeur 1995: 152).
El «pensamiento
mítico» es un ejemplo de expresión metafórica; cuando emerge es metáfora
viviente.
Regresando a
nuestro ejemplo, aún presenciando y casi tocando una realidad, el historiógrafo
objetivista sólo podrá dar cuenta de desplazamientos de sujetos, de situaciones
sociales y económicas que determinaron la adhesión multitudinaria a la muerte
del presidente, distinguirá banderías políticas, intentará dar cuenta material
de lo que allí aconteció, pero se le escapará el núcleo duro de la cuestión que
llevó a la multitud hacia un
determinado lugar ante una determinada circunstancia. Captará el «mundo
externo» visible pero no le será dable visualizar («ver-a-través») los «mundos
internos» que requeriría de analistas lúcidos, con actitud noética, esto es,
con una actitud que les imponga un «ver discerniendo».
El historiógrafo
que nos sirve de «ideal-tipo» es mero copista de una sumatoria de «ahí» pero
con pretensiones de atesorador del saber. Estéril descripción surgirá de su
fatigada pluma. Lo sustancial de la cuestión permanecerá sepultado. El humano
es ente histórico y como tal segrega accidentalidades varias (la historia
mundana) recorridas por la savia mítica de su pensamiento: es en esa realidad
transida de mitos donde el
historiógrafo encontrará las preciosas vetas de ese pasado que le inquieta.
Aproximarse al mundo fáctico le obliga a descender hacia la humildad del saber
para, desde allí, ascender a la comprensión e interpretación de aquello que se
le escapa por padecer de ese singular «daltonismo cognitivo» llamado «objetividad».
No se trata de
negar al historiógrafo la incumbencia en el abordaje de la materia histórica,
sólo importaría que se esforzara por retornar a aquel camino que durante 2.500
años definió a su quehacer: contar historias que ética y didácticamente («historia
pragmática») permitan a los humanos del común ilustrarse sobre cuestiones
diversas de la accidentalidad humana.
Desde esa
perspectiva podrá «ver a través» del objeto y no sólo tenerlo «ante los ojos».
Logrará entonces acercarse a la verdad,
que es descubrir, ver auténticamente. En el caso referido
podrá advertir que una multitud
«ritualmente» se encolumna hacia un punto determinado donde el «mito fúnebre»
se activa y que este mito a su vez
atraviesa religiones que imponen que el cuerpo muerto yazca en un féretro, que
el féretro será depositado en una tumba, porque una creencia ancestral habla de
un «espíritu» que sigue viviendo. Que las personas que allí se acercaron hacen
una ofrenda, que quien yace en el féretro simboliza el «poder» y que esta voz remite
a «padre»; que la incertidumbre de la pérdida del «padre» se impone bajo formas
diversas. Que la ritualización del mito por parte de una multitud que permanece por largas horas aguardando la hora de
ingresar para estar en contacto con el «luchador», le evoca a su vez lo efímero
de la vida mundana. Esa multitud así
volcada a una calle, y que se dirige a una casa simbólica donde va a despedir a
alguien que construye como «jefe
carismático» (y «carisma» dice de «ungido») ve a ese alguien como «héroe» (cf. Weber 1987: 78), aunque no ose pronunciar
una voz que, aguijoneada por la logofobia post-moderna, se le hace esquiva.
Surge la
pregunta: ¿toda la población guarda idéntico sentimiento? Donde unos ven «luz»,
los críticos ven «oscuridad», pero todos participan de la «incertidumbre» —del
«mito de lo desconocido»— del temor a la muerte (mito del «misterio», de lo
«oculto»). La cotidianeidad ha sido vulnerada por obra del juego del «destino»,
voz emblemática de lo «misterioso» que no es dable develar.
Del conjunto de
situaciones en pugna, mediadas por el mito,
surge la explicación de la naturaleza del «poder» y de sus titulares; queda
abierto un horizonte ajeno a la historiografía objetiva que, por insistir en
tal asepsia, se aleja de la cuestión cuando cree hallarse en el meollo de la
misma. Lo auténticamente histórico, en tanto tal, es desconocido por el
historiador de marras empeñado en hilvanar datos con pobres argumentos.
III. EL
ORIGEN MÍTICO DEL PENSAMIENTO
Este acápite
pretende acercarse a un interrogante: ¿cómo fue posible que hiciera eclosión un
«mito» en una época signada por el relativismo materialista de la «ética
indolora»?
Es entonces que
entendimos necesario esbozar alguna explicación (antes de abordar la cuestión
específica de estas notas referidas
al «mito Kirchner») acerca de un «pensamiento» que siempre está presente en el
sujeto, más allá de que a él mismo no se le haga conciente: se trata del
«pensamiento mítico», aquel que asoma en el origen de la auténtica historia de
los pueblos (Henderson 1984: 106) y que luego —tal el caso del pueblo heleno
desde Sócrates—es marginado por el lógos
(pensamiento racional).
“Arquetipos” o
“imágenes primordiales” (Jung 1984: 65) (v.gr., sufrimiento, temor, hambre,
luz, sombra) constituyen una tendencia a formar representaciones de un motivo,
representaciones que pueden variar muchísimo en detalle sin perder su modelo
básico. Estos arquetipos forman el «inconsciente colectivo» de la humanidad
que, al decir del psiquiatra Carl Gustav Jung, se construyen psíquica y
biológicamente (son innatos y heredados) y flotan en el nivel inconsciente del
pensamiento (Jung 1984: 66); formas pre-ontológicas que hicieron posible en
algún momento de la accidentalidad histórica (de manera contundente a partir
del siglo XVII) la construcción de la filosofía racionalista o idealista nacida
de la mano de René Descartes.
El «mito
Kirchner» fue posible porque existía embozado en el «yo» de los sujetos esa
forma primordial que, sin prejuicio alguno, se hace visible en la niñez a
espaldas del paradigma en que se gestó ese niño.
El mito se explica desde esa dimensión
primaria que comienza en la plácida vida intrauterina. Formas arquetípicas
primordiales que se trasmiten a través de un encadenamiento de generaciones y
que el pensamiento occidental, desde la nueva «era de hierro» de Occidente que
alcanza su plenitud en la Post-Modernidad, flagela sistemáticamente. Estas
formas arquetípicas (primordiales) reaparecen, adaptadas, en la etapa
adolescente y perduran en el adulto, aunque replegadas. En el primer año de
vida biológica asistimos (dice la Psicología de la conducta) a su formación.
Los arquetipos son “imágenes” cargadas de “emoción”, ella le inyecta a la
imagen “energía psíquica”, la hace dinámica (Jung 1984: 94).
En razón de la
construcción del «pensamiento mítico» repárese atentamente en la siguiente
árida (como incompleta) descripción.
Antes de gestarse
el pensamiento simbólico (el lenguaje) en el niño (hasta aproximadamente los
dos años) (Piaget 1968: 14) éste se expresa míticamente: en el punto de partida
de su evolución mental no existe seguramente ninguna diferenciación entre el yo
y el mundo exterior y las impresiones vividas no distinguen entre lo interior y
lo exterior (Piaget 1968: 24). Desde esos inicios opera reflejamente de acuerdo a coordinaciones hereditarias que persiguen
la nutrición. Es en el «acto de
succión» (dice la psicoanalista Melanie Klein al hablar de El psicoanálisis de niños) cuando se apropia activamente de algo que
le pertenece; actúa frente a una
necesidad que, como tal, es un desequilibrio. Traspóngase en el tiempo la
«necesidad de nutrirse» y nos hallamos con un adolescente frente al imperativo
de encontrar un «alguien» que provea «algo», hacia cuyo objetivo se
dirige (de manera más decidida como adulto joven) reconociendo que ese «algo» a
alcanzar supone actuar decididamente.
En suma, el acto
reflejo (reflejo, reflexión remiten a espejo) es activo y desempeñará “un papel
en el desarrollo psíquico ulterior” (Piaget 1968: 20). A partir de los dos años
y hasta los siete va descubriendo hechos superiores a él a los que se
subordina: antes de la aparición del lenguaje observaba en sus padres entes
grandes fuente de actividades imprevistas y misteriosas; ahora bien, con la
aparición del lenguaje descubre el
pensamiento de esos entes envueltos en una aureola de seducción y de prestigio.
Se trata de un «yo ideal» del que emanan órdenes y consignas que se le imponen.
Una esfera de lo misterioso y de lo fuerte establecen núcleos de obediencia
desarrollándose “una sumisión inconsciente, intelectual y afectiva”, debida a
la “presión espiritual ejercida por el adulto” (Piaget 1968: 35). Comienzan a
construirse los arquetipos primordiales que se convertirán en los referentes que
marcarán de manera inconsciente el mundo afectivo, psíquico y social de sus
conductas futuras.
Al llegar a los
siete años ya se encuentran asentadas las bases de todas las conductas adultas
ulteriores. La primera socialización influye, no como determinismo absoluto,
pero sí como fuerte condicionamiento, en la mirada hacia el «mundo», que es a
la vez «imagen ideal y situación en la que nos movemos con otros» (cf. Ricoeur
2001: 106-107). Si en el «mundo construido» por el niño dominan los arquetipos
vinculados al gozo, seguridad, libertad, si el juego simbólico ha sido lo
suficientemente rico y la socialización se plantea como libre dialéctica entre
las partes donde los «por qués» reciben una respuesta vivida
satisfactoriamente, las bases están dadas para construir la adultez que dice de
«hacer frente» en libertad como «ser-en-el-mundo» «con-otro» (Heidegger 2002: §
26 113-114). Pero aún si las vivencias del niño no hubieran encontrado ese
ámbito ideal en el proceso de crianza y educación, toda la estructura orgánica
guarda espacio para albergar lo donante.
La palabra que en alguna instancia
proviene del otro es reparadora, no obstante advenga en el período del
desarrollo conflictivo del proceso adolescente, o aún cuando ha sido superada
la turbulencia propia de la madurez biológica. Las tres áreas de la conducta
(mente, cuerpo, mundo externo) (cf. Bleger 1969: 30-37), siempre en constante
interacción, no son impermeables a nuevas experiencias, de allí que “la actitud
del mundo externo sea decisiva para facilitar u obstaculizar el crecimiento”
(Aberastury 1971: 26).
Aquí reside la
auténtica y significativa historia
del ente humano que nada dice de la impostación historiográfica que siempre
resulta remedo imperfecto e intelectualizado de una realidad cuyas coordenadas
se le ocultan al historiógrafo, de manera rotunda si se atribuye la pretensión
de constituirse en portador de «verdades». Su accionar expresa aquello que los
psicólogos definen como «conducta omnipotente».
Esta mirada
historiográfica objetivista de nuestro tiempo sólo persigue escudriñar el
archivo y lee la masa documentaria como documento y nunca como texto. El «ver
discerniendo» en donde al ser «le va este mismo» se alza en enigma para el
sentir y pensar genuinamente post-moderno. Se impone bloquear a su mirada todo
aquello que indique socialización
(proceso por el cual los sujetos adquieren y se identifican con el sistema de
normas y pautas de su sociedad). Congelada su visión en aquello «ante los ojos»
y reacio al «ver a través» se le oculta, por ejemplo, que mediando escasa socialización una determinada comunidad
en cualquier tiempo y lugar encontraría bloqueado básicamente el sentir erógeno
(pulsión de vida) a favor del tanático (pulsión de muerte); se le oculta
también el decir del mito. Si, v. gr., aborda el Medioevo, ignora la dimensión
socializadora, porque para ello se haría necesario (al decir de un medievalista
inscripto en el positivismo decimonónico) “penetrar con la imaginación en toda
esta susceptibilidad del espíritu” (Huizinga 1930:18).
La vivencia erógena aguarda embozada dentro del
paradigma tanático post-moderno pues eros y tánatos definen la historia humana; a veces la pulsión de vida se
oculta en un remoto fondo del alma o, si se quiere, en la primera de las áreas
de la conducta psíquica: el área de la mente.
Sí importa notar
que decir «historia humana» remite a la ontología del ente humano y no a la
impropiedad recogida por historiografía objetivista alguna que, si de Medioevo
hablamos, traduce en clave racional aquello que requiere de una hermenéutica
mítica y simbólica[2][2].
La cultura totalitaria (Sartori 1990: I,
47-51) que se asienta rápidamente desde la tercera década del siglo pasado para
reinar luego de 1970 de mano de la publicidad y de los distintos resortes de
control audiovisual, es expresión auténticamente tanática que requiere del sometimiento psíquico de grandes «masas
de individuos»; voz «masa» que no dice de sentido de pertenencia a una
específica «clase social», sino que refiere a individuos manipulados cognitivamente:
la «inteligentzia» es un ejemplo de «masa» en tanto cree conocerlo todo cuando
desconoce los auténticos mecanismos del comprender. Hablamos de individuo
porque dentro de la cultura totalitaria, quien se entrega pasivamente al vaho
sulfuroso de los medios de comunicación, no logra constituirse en ente
reflexivo (persona), sino que es simple individuo (objeto no divisible) en
tanto desactivado cognitivamente.
Ese sentir erógeno puede despertar en
circunstancias inesperadas de diferentes maneras dependiendo del carácter
seguido por el proceso de socialización, básicamente a partir de la infancia.
Con esto queremos decir que, si bien todo sujeto respira y habla con el pensar
de su tiempo, niveles afectivos arquetípicos pueden influir en el primer año de
vida de manera de forjar una figura de identificación positiva que se pueda
traducir en la posibilidad de sentir por afuera del círculo violento de su
paradigma. La psiquis no necesariamente se quiebra en el marco de una cultura
totalitaria. En ella siempre existen «nichos» que resisten las discursividades
violentas. Si en el transcurso de su niñez y de su adolescencia el sujeto logra
preservar la integridad de su psiquis, podrá aún con una instrucción elemental
«hacer frente» («encontrándose») al «mundo» del cual es inseparable. Podrá
advertir, aunque borrosamente, esa imagen primitiva de su niñez depositada en alguien que sospecha rescata algo de lo
gozosamente vivido; alguien que
intuye como restaurador de posibilidades.
Si ha conseguido
«encontrarse» en su «nombre» reconociéndose como ente al que “le va su ser en
este mismo[3][3]” (Heidegger 2002: § 9, 48), su ser emotivo
(que es el «encontrarse») (Heidegger 2002: § 29, 130) le activará el caudal mítico y simbólico que atesora desde sus
primeros años de vida. Sirva, a manera de ejemplo, el «¿por qué?» que define la
conducta de los niños de tres o cuatro años y que es continuado en el tiempo
cronológico de su existir y, fundamentalmente, en el tiempo íntimo de sus
vivencias, convirtiéndose tal «¿por qué?», en el momento evolutivo
correspondiente, en causalidad lógico argumentativa. Ante el arribo durante la
adolescencia (expresión de la cultura occidental) del estadio lógico formal
(logicidad, vale aclarar, que sólo advendrá mediante un auténtico proceso de socialización), el mundo del «mito»,
intenso en los primeros años de vida del niño o estadio sensorio-motriz, se
preserva (ontogénesis) (Bleger 1969: 132) descendiendo al nivel inconciente de
la psiquis.
Vale decir, la
continuación natural del proceso socializador
en la instancia lógico formal será efectivamente formadora en tanto no violente
la estructura de personalidad básica del sujeto que impone dejar abierto el
camino hacia el «pensamiento mítico» originario. Éste será el que le rescate
como «proyecto[4][4]» y se activará vivencialmente en instancias
decisivas, así como también le permitirá desarrollar la actividad creadora que,
por esencia, distingue al humano. La vitalidad mítica de la niñez se desplazará
íntegra en el transcurso del existir a otras realidades con la fuerza
originaria. En suma, aunque la fuerza mítica ocupe un pequeño lugar dentro del
mundo robótico, bastará para proteger al sujeto de la fragmentación de su
psiquis. También el mundo simbólico, v. gr., de los cuentos, del animismo,
vividos en plenitud surgirá con el mismo ímpetu en su adolescencia, y todo ello
le significa al sujeto «abrirse» «cuidándose» en su continuo peregrinaje por el
mundo del que él es parte desde el fondo de su ser[5][5].
El «poder
político» (potestas) expresado en el
«mito de la realeza» (García Pelayo 1981: 18) dice mucho acerca de la vida de
los «mitos» y de los «símbolos». Baste recordar el ritual de coronación de los
reyes; ritual al que el gobierno británico, en oportunidad de la coronación de
la reina Isabel II (1953), otorgó singular solemnidad, entendiendo que
contribuiría a compensar afectivamente
el efecto destructor de la Segunda Guerra. La Realeza es expresión genuinamente
mítica (Weber 1987: 81-82) y, además, símbolo de «continuidad».
El cortejo
fúnebre al que referimos en el comienzo de este trabajo remite a ese mundo
«mítico» vinculado al poder político. Sujetos de entre 18 y 40 años
representaban un rito, única forma en
que se actualizan los mitos (Caillois 1988: 30). La forma ritual pretendía
«cuidar» una situación que parecía entrar en zona de turbulencia. Ahuyentar la
fuerza de la imagen arquetípica del «miedo» requiere en simetría cuidar lo que
se teme que sucumba.
IV. EL
«MITO KIRCHNER»
1. Ya desde del segundo
apartado de estas notas anticipamos sobre
la cuestión del mito o del pensamiento mítico, cuestión sobre la que
volveremos. Importa sí, dado que presentamos un mito contemporáneo, acudir a
algún concepto.
Mytos es una palabra griega que “en el antiguo uso lingüístico homérico no
quiere decir otra cosa que «discurso», «proclamación», «notificación», «dar a
conocer una noticia»” (Gadamer 1997:
25). Es “todo sistema de valores situados fuera del saber exacto.” Es “una
forma esencial de orientación, una forma de pensamiento, más aún una forma de vida”.
“El mito es una
asociación de imágenes […] no es individual, sino colectivo y social. Toda una
comunidad se expresa en él, y en él encuentra sus aspiraciones y ansiedades,
sus temores y esperanzas”. Se trata de “tendencias inconscientes básicas […]
cuyo mecanismo es entonces el de la proyección, o si se quiere el de la
condensación” (Castagno 1980: 28, 30-32).
Su función es
mantener y conservar una cultura contra la desintegración y destrucción. Sirve
para sostener a los hombres frente a la derrota, la frustración, la decepción.
Los momentos críticos de la vida social abren la puerta al mito (García Pelayo 1981: 19).
Como apuntamos
arriba, el mito se realiza mediante
el rito: “Al margen del rito, el mito
pierde, si no su razón de ser, cuando menos lo mejor de su poder de exaltación:
su capacidad de ser vivido” (Caillois 1988: 30). Contrariamente al mito, el símbolo es la “representación sensible de una idea”; los símbolos
“sugieren antes que expresan” (Castagno 1980: 2, 4).
2. Juventud dice de fuerza, de
irreverencia, de frontalidad. Se muestra reacia ante «lo adulto» por sentirlo
apocado, asténico, derrotado. Para reconocer a «alguien» como valor o figura de identificación positiva le exigirá
algún compromiso. Según la clase social y el grado de instrucción de cada
sujeto los caracteres mencionados revestirán matices varios, pero en todos los
sujetos se hallarán importantes similitudes. Si el finalizar biológico de un
adulto con el poder de gobernar un país conmociona, es porque se han cumplido
gran parte de los pasos enumerados en el proceso evolutivo descrito. El caer en
el «frente de lucha» convierte definitivamente al sujeto de referencia en héroe o, tal vez, para traducir
psicológicamente el pensar de estos tiempos, en inconfundible luchador (Henderson 1984: 109). El
“héroe” (el «luchador») es la proyección (en términos psicológicos) del propio
individuo: “imagen ideal de compensación
que tiñe de grandeza su alma humillada”. El sujeto presa de conflictos
psicológicos múltiples “de los que la mayoría de las veces él es inconsciente,
dado que en general son producto de la propia naturaleza social […] está en la
imposibilidad de salir de esos conflictos, pues sólo podría hacerlo mediante algún
acto condenado por la sociedad y, por consiguiente, por sí mismo, pues su
conciencia está fuertemente marcada y, en cierto modo, es garante de las
condiciones sociales”. Paralizado ante el acto tabú confía su ejecución al
héroe.
En suma, “la
noción de héroe [de luchador] en el fondo está implícita en la existencia misma
de las situaciones míticas. Por
definición, el héroe es aquel que encuentra a ésta una solución, una salida
feliz o desdichada” (Gadamer 1997: 27-28).
El héroe es el
que resuelve el conflicto en que se debate el individuo, «el que viola las
prohibiciones que el mito siempre justifica». (Gadamer 1997: 28-29). El héroe
es el que tiende el puente que conduce a lugar seguro; es el que tiende la mano
al abandonado.
El modelo del
héroe tiene significado psicológico “tanto para el individuo que se dedica a
descubrir y afirmar su personalidad, como para toda sociedad, que tiene una
necesidad análoga de establecer la identidad colectiva” (Henderson 1984:
109-110)”.
Extender la mano
hacia un alguien (presidente) que
transita por la calle y depositar en sus manos (como era costumbre) una nota
que encierra un pedido, dice de un acto de fe hacia el depositario. Este acto
de solicitud es pensado hacia alguien
que conmueve al solicitante. Intentar explicar el fenómeno psíquico que produce
ese movimiento que aparece (que se ve) como espontáneo es el acto final de un
proceso cognitivo complejo que determina tal acción. Pero hay una voz que
captura el significado de la acción: «esperanza», voz que encierra un complejo
de haces de significación cargados de sacralidad. El «abrirse» hacia alguien de manera tan espontánea como
incondicional supone necesariamente el accionar del mundo mítico que todos los humanos guardan en distinto grado, aún
en estos tiempos de incredulidad y violencia cognitiva.
“ […] porque un
país que castiga a los asesinos, a los corruptos, a los ladrones es un país que
tiene futuro, es un país que recupera la esperanza, la dignidad, que recupera
los valores éticos, que son fundamentales para construir una nueva sociedad
[…]” (Kirchner 2005)
“[…] con argentinos excluidos, con argentinos indigentes, con una desocupación
que superaba el 20 por ciento y con algo que era peor, nos habíamos resignado,
habíamos perdido la autoestima […]”(Kirchner
2005).
El ejemplo dice
de un hombre revestido de cualidades excepcionales para cuya explicación el
análisis argumentativo carece de respuestas y que se define desde la
perspectiva del «carisma» o, al decir de Max Weber, detenta naturalmente un
«poder carismático» (Weber 1987: 78-81, posee ese algo denominado por los
latinos auctoritas (autoridad moral).
Carisma (que dice
literalmente de unción sacral) remite a «misterio», a «fuerza tremenda», que el
otro intuye de varias formas, ya naturalmente, ya intelectualmente. Dice de
quien es confiable y lo dice así porque provoca un acto aparentemente
espontáneo de acercamiento que, en realidad, debe leerse como acto en donde se
activan fantasías reprimidas desde la niñez vinculadas a la protección paterna
y que el tiempo ha adormecido pero no sepultado. Esas fantasías de la «roca en
forma de tejado que protege con amor» (según el Proverbio de Isaías) aguardan
ocultas el momento de hacerse oír. Pueden permanecer así a lo largo de toda la
existencia, pero pueden también encontrar un momento de concreción: es el
momento en que bullen y hacen erupción.
Néstor Kirchner
surge como el sujeto cuya conducta impregna los ojos de ese «otro» esperanzado
en la era de la humillación y del
sometimiento.
Priorizamos la
respuesta del joven, porque es futuro y horizonte; «proyecto». La «cultura
totalitaria» persiste en envolverlo en el «conformismo», le requiere «adicto» a
imágenes y realidades virtuales escabulléndole la vida y los ideales,
precisamente a quien psico-físicamente es energía por definición. El panóptico
corporativo vigila las veinticuatro horas del día con la consigna de desalentar
y sembrar de ruina y horror toda construcción de mundo. Frente a las figuras de
identificación positiva le impone manifestaciones varias de violencia. De
manera conciente o no el joven busca orientación y guía: en Argentina, las
corporaciones a través de la «telepantalla» orwelliana, con hábiles estrategias
intentaron ocultar y silenciar una voz que anunciaba consignas básicas que
podrían sintetizarse como sigue: «lucha por tu libertad», «no dejes que
oscurezcan tu horizonte»; «recuerda que, cuando debas hacer frente, fuerzas oscuras siempre estarán al acecho»; «recuerda
que eres persona y no ente inanimado». «Eres ente pensante, recuérdalo».
“[…] les pido que tengamos muy buena memoria, porque la lucha cotidiana
contra los intereses es muy difícil y los intereses se pueden agazapar, pero
quieren volver a retomar la iniciativa” (Kirchner 2006).
Ese mensaje
recorría la didáctica oratoria de Néstor Kirchner; conformaba la matriz de una
discursividad que se asentaba en ciertos ejes invariables construidos dentro de
la figura retórica de la repetición
que opera como reforzador
argumentativo.
Su lenguaje
gestual y la palabra encendida que «nombra» al objeto que acecha, siempre
repetido y siempre matizado (el «nombre» desnuda al nombrado), dice a su vez de
la sustancia nutricia de la infancia
y advierte sobre aquellos que se la apropian, que es apropiarse de su
existencia.
Ese hombre
captura lo que el joven silenciosamente aguarda. En el extremo, el anciano
advierte que alguien «ve» y reconoce
su «estado de abandonado», que es abandono del ser, desprecio por la raíz misma
del valor sacral humano. A su vez, muchos adultos jóvenes escuchan palabras
extrañas para el vocabulario de estos tiempos: «la dignidad no es una cuestión
de negocios» (“No se negocia la justicia social ni la dignidad”[6][6]). Gestos y palabras que evocan el estado de
“moratoria social” (Aberastury 1971: 27) en que el orden político había
sometido al humano más desprotegido. El joven se reencuentra a través de la
figura salvífica con ese «yo ideal» paterno que le incita afectivamente
(jugándose) a hacer lo propio, a actuar de un modo combativo (donde le va su ser) «en-el-mundo-con-otro».
“[…] me juego por mi pueblo, me juego por la Patria, me juego por una
Argentina para todos y con todos […]” (Kirchner 2006).
“[…] Tenemos que recuperar esa vocación de
cambio, esa vocación transgresora que tuvo durante muchísimo tiempo la sociedad
argentina […]”(Kirchner 2006).
“[…] decirle a
los jóvenes argentinos […] militen donde militen tienen la posibilidad de hacer
el cambio en paz y en democracia que nosotros como generación no tuvimos, por
eso participen, por eso opinen, por eso sean transgresores, por eso ganen las
calles, por eso recorran todas las universidades, los talleres, los trabajos,
esa juventud debe ser el punto de inflexión de la construcción del nuevo tiempo
[…] (Kirchner 2005).
“[...] mis
convicciones […] las voy a llevar hasta el final, vine a luchar por una Patria
justa, vine a luchar por la dignidad, por la inclusión social, por que se
consolide el nuevo modelo, por el nuevo tiempo por la nueva historia” (Kirchner 2005).
“[…] se fortalece
la esperanza de cambio, se fortalece la posibilidad de estar en un punto de
inflexión para construir un nuevo país, el país que nos contenga a todos […]”
(Kirchner 2008).
“[…] Solidaridad,
convivencia son elementos fundamentales para construir un País que lo soñamos
[…]” (Kirchner 2008).
”[…] Fuerza
dignidad, alegría, convivencia […] adelante con Uds. no somos de los que dicen
anímese y vayan, vamos adelante como corresponde” (Kirchner 2008).
“[…] Quiero
llegar a la Argentina donde los padres y las madres vuelvan a sonreír porque el
hijo está mejor […] porque el hijo tiene dignidad, porque el hijo tiene futuro,
esa es la Patria con la que sueño […]” (Kirchner
2005).
Como toda
muestra, las aquí escogidas exigen ser explicadas dentro del contexto dentro del cual
circulan. Decir algo es hacer algo (Austin 1971: 48, 53,138) y, como quiere la
teoría de los «actos del habla», hacer algo remite a la expresión realizativa (performative uterances) del lenguaje. En
la muestra ese acto realizativo que afecta al receptor del discurso lo hace de
manera eminente y, se traduce en el “acto perlocucionario, que consiste en
lograr ciertos efectos por el hecho de decir algo”. Actos donde decimos algo
como “convencer, persuadir, disuadir” (Austin 197: 153, 166).
El reverso de la
moneda salvífica muestra el contoneo de los activadores de la telepantalla que,
agitando las consignas de los «grupos de poder» que representan, entienden
acercarse al objetivo final por ellos anhelado; final que, para el nativo
argentino, suponía regresar a las calamidades que, gestadas al mediar los años
’80 y desatadas con furia impiadosa a partir del año 2001, habían devorado casi
dos generaciones. Muchos integrantes de un variado espectro de profesionales de
la política (que no excluye expresiones del mismo partido gobernante) enemigos
de la puesta en marcha (por parte del matrimonio Kirchner) de un ideario que
priorizaba las cuestiones de carácter social y político sobre las de
contundente sesgo económico, y a quienes visualizan con la firme convicción de
avanzar con su «modelo de país», aguardan el ocaso de esa energeia renacida con la esperanza de retomar el camino de ortodoxo
disciplinamiento dentro del orden globalizado.
Permítasenos un
desvío aún a expensas de interrumpir el ritmo del texto.
La accidentalidad
histórica enfrentó a la Argentina con una aguda crisis que tuvo su punto más
álgido en el mes de diciembre del año 2001. El colapso social era el final
anunciado de la «felicidad subjetiva» que le había proporcionado la «era del
consumo» de la década de los años ‘90.
El paisaje urbano
argentino semejaba al de un campo arrasado: en pocas palabras, la crisis
europea de nuestro tiempo reproduce (aunque sólo débilmente) aquello que
aconteció en nuestras tierras. El país quedó a la deriva política conducido por
administraciones obedientes de los mandatos de las gerencias más aquilatadas
del orden corporativo imperial (Fondo Monetario Internacional, Banco Mundial),
hasta que finalmente en 2003 resultó electo un ignoto sujeto proveniente del
extremo sur del país llamado Néstor Kirchner.
Este alguien de perfil heterodoxo comenzó a
agitar la modorra cotidiana actuando con decisiones enderezadas a rescatar del
estado de desamparo y desasosiego a aquellos que, en distinto grado,
conformaban más de la mitad de la población. Se descubría un alguien sobre quien proyectar la
incertidumbre, en la certeza de que ese alguien
no dudaría en «hacer frente» a la «sombra» de lo adverso. El mito comenzaba a gestarse pues éste
trata de satisfacer “una necesidad existencial de instalación y de orientación
ante las cosas, fundamentada en la emoción y en el sentimiento” (García Pelayo
1981: 23).
Como el objeto de
estas notas no pretende hacer una
reseña de su acción gubernativa, trazamos sólo algunos ejes que influyeron en
su proyección a la estatura de «mito», vinculado con el regreso al «modelo» de
gobierno denominado «Estado máximo», antítesis del «Estado mínimo» (Bobbio
1987: 139-147) donde el poder económico decide el camino de la administración
de gobierno en detrimento básicamente de la denominada «política social», forma
de Estado imperante entre 1990 y 2003 fiel a las consignas emanadas de la
Corporación imperial.
El eje central de
su accionar se centró en el rescate de la palabra.
La palabra es un arma y su impronta
quedó pronto demostrada. El sentido ético del discurso se tradujo en un
«modelo» de gobierno denominado de «crecimiento económico con inclusión
social», cuya clave residía en subordinar el accionar económico a la esfera política.
Esa fue la consigna en acción que (con suerte varia) continúa hasta el
presente, siempre acompañada por un discurso incisivo enderezado a conmover una
sociedad frustrada psicológicamente y socialmente anómica y cuyas expresiones
exhortaban a apropiarse de esa «dignidad» que le había sido arrebatada, a
luchar por aquellos ideales éticos sin los cuales todo porvenir resulta
ilusorio, a rescatar el sentido comunitario de la existencia, al tiempo que
desnudaba al auténtico poder corporativo local e internacional al que comenzó a
enfrentar y nombrar, empleando la
misma estructura retórica de la «repetición». A partir del año 2006 reveló el
nombre de las mayores corporaciones locales que condicionaban no sólo el
accionar de su gobierno sino que lo habían hecho a través de muchas
administraciones con el beneplácito de éstas: se trataba de dos oligopolios de
la comunicación, representados por las empresas La Nación y Clarín, con
quienes se encolumnan las expresiones partidarias afines, lo cual supone hablar
de casi todo el espectro opositor.
“[…] con la
fuerza y la dignidad de millones de argentinos que desean tener una Patria, no
me importó lo que decían […] muchos medios de comunicación […] No me importa a
mí, no vine a tratar de que escriban bien de mí […]” (Kirchner 2005).
” […] También
dijimos que con el Fondo Monetario Internacional ya no íbamos a aplicar más las
recetas que hundieron la Patria. […] Que sepan […] las autoridades del Fondo
Monetario Internacional que no vamos a negociar cediendo nada de lo que
corresponde a la Argentina. No se negocia la justicia social ni la dignidad, no
se negocia el crecimiento argentino, no se negocia el desendeudamiento de la
Patria […] (Kirchner 2005).
”[…] junto con la
dignidad de este Pueblo, le pagamos al Fondo y le dijimos chau, los argentinos
vamos a gobernar nuestro destino […]” (Kirchner 2008).
¿Hacia quiénes
iba orientada específicamente la estructura discursiva de Néstor Kirchner?
¿Quiénes podían tener la energía para traducir vivencialmente en hechos sus palabras?
Los sujetos más jóvenes y los jóvenes adultos desencantados. Discurso (dice a
la vez de palabra y acción) que martillaba los oídos de los oyentes y fue
escuchado en una alocución pronunciada pocos días antes de su muerte.
Al atender a la
configuración del mito «Kirchner» lo hacemos desde la visión de quienes lo
observan desde una perspectiva amigable: así entendido, el objeto mítico queda
expurgado de cualquier atributo negativo, dado que el «mito» se construye en
base a un patrón virtuoso (García Pelayo 1981: 22).
Importa precisar
que quienes confrontaban, tanto desde la mirada oficial como desde la
contraria, respondían a la generación de los nacidos en torno a los años ’50
(«padres fundadores de la Post-Modernidad»), cada uno asistido por un nutrido
grupo de asesores pertenecientes a la auténtica generación post-moderna
(nacidos en la década de los ’70).
Respecto de las
expresiones que serpenteaban (y aún lo hacen) dentro de un amplio espectro de
la partidocracia en busca de un quiebre del orden constituido enarbolaban un
pendón de cuño ciceroniano: «Kirchner debe ser destruido». Como todas sus
energías convergían hacia ese objetivo, se sintieron relevados de esbozar
cualquier programa electoral de circunstancia con miras a las elecciones
presidenciales de 2011.
Se trata del
cómodo refugio que encuentra aquél que no se atreve a confesarse cómodamente
instalado dentro de un «sistema-mundo» que entiende le asegura su pertenencia a
un privilegiado «grupo de status». «Grupo de poder y de status» cuya consigna
consiste en repetir una y otra vez por la «telepantalla» la consigna
orwelliana: «Esclavitud es Libertad», vale decir, asegurar la «neutralización
psíquica» de la multitud.
Este profesional
político representa la total abdicación ética; en suma, es el rostro auténtico
de la época de los presidentes corruptos que definen el perfil político del
discurso hegemónico post-moderno. Al advertir que alguien «hace frente» a
aquello a lo que él ha renunciado junto a sus compañeros de fracasos y de
resignaciones, sólo queda destruirlo y hacer evidente ese imperativo.
Como dijimos,
todo el sistema de control se había puesto en marcha para neutralizar a la
figura molesta. Los noticieros televisivos y radiales no daban descanso ni al
oído ni a la vista del (en apariencia) pasivo espectador u oyente. Importa
rescatar la locución adverbial en
apariencia: sucede que el dispositivo mediático no se encuentra adaptado
para advertir fenómenos anímicos distintos del minimalismo ético. El discurso
hegemónico (en tanto discurso de control) opera sobre una base social
estandarizada (mayoritaria) hipermediatizada, sometida al «ver todo» lo más
rápido posible (cf. Lipovetsky 1994: 48, 237) en donde implanta opiniones y emociones: su presa es una sociedad
desgarrada, anómica, cuya actividad lingüística o mental ya no es intencional
sino más o menos automática (van Dijk 2001: 31) a la que todo «horizonte de
expectativa» le es ajeno. Se le escabullen entonces los complejos procesos
psíquicos que venían actuando en buen número de jóvenes y de adultos jóvenes
(en torno a los cuarenta años) que, aturdidos de consignas confusas, se
refugiaron en su «mundo interno».
La “sociedad de
control” encuentra en los medios de comunicación su auténtica expresión pues se
lanzan hacia la organización directa de los cerebros y los cuerpos “con el
propósito de llevarlos hacia un estado autónomo de alienación, de enajenación
del sentido de la vida y del deseo de creatividad.” (Hardt y Negri 2002: 36).
Cuando el ojo
avizor de la multitud detectó en el afuera
signos de salvación que guardaban sincronía con lo que le dictaba la mirada
interna, «idealizó» a cierto sujeto adulto cuyas palabras y actitudes se
adecuaban bastante a esa emotiva identidad inconsciente que hablaba de
supervivencia (arquetipo de la nutrición):
a partir de entonces el «mito Kirchner» quedó forjado.
Abordemos el
final de la crónica:
Súbitamente, un
día de asueto en razón de un censo poblacional, aquel que había luchado y al
que expresiones eclécticas habían enfrentado hasta el día anterior, fallece.
Antes del
mediodía las varias telepantallas anuncian la noticia: al anochecer la Plaza de mayo comienza a poblarse de un
nutrido grupo de personas. Al día siguiente (ya lo adelantamos) las
corporaciones locales deben reconocer con desconsuelo que el monstruum horrendum virgiliano era un «mito». Más aún se trataba,
dentro de los tipos míticos, del más potente: el reconocido en silencio y que
muere conciente de que tal situación final lo aguardaba en las cercanías. Ante
dos crisis cardíacas los médicos ordenan vida sosegada. Llevado por sus
convicciones eligió no cejar en su accionar y avanzó hacia lo inevitable. El
mito del héroe está completo: en plena lucha “contra las fuerzas del mal” llega
el “sacrificio heroico que desemboca en la muerte” (Henderson 1984: 109).
V. LA
FUERZA DEL MITO
La fuerza mítica
se verifica en el desfile de los presentes durante el funeral del luchador
(héroe); fuerza que dice de la auténtica historia que se hunde en los mitos, en
esos arquetipos primordiales anteriores a toda ontología, es ese «pre-ser» que
envuelve y cuida al ente humano,
cuidado existencial que anuncia la vida intrauterina. El vivir impropio de su
naturaleza humana se diluye cuando el ente humano deviene héroe pues se funde
en una dimensión carismática. Al entrar en el panteón de los héroes el sujeto
deviene entramado de valores éticos.
Al mencionar los
«mitos políticos» no puede ignorarse que muchos que lo fueron en su tiempo
sostenidos en el culto a la personalidad, de los cuales el siglo XX exhibe
conocidos exponentes (Hitler, Stalin), se derrumbaron apenas concluido el
régimen que los había cobijado.
En el ámbito del
pensamiento mítico occidental resulta frecuente que el reconocimiento del
«héroe» (luchador) se haga efectiva manifestación años después de su muerte.
Pero la construcción mítica rompe la barrera racional cuando la muerte le
sorprende en pleno combate: entonces hace eclosión el sentimiento que venía
gestándose.
En el caso del
«mito Kirchner» asoma otro rasgo singular. Las historias hablan, v. gr., de
Isabel de Castilla y Fernando V de Aragón como de dos portentosas figuras que
se identificaban en la energía combativa. La actual presidenta era su esposa y
ambos compartían la voluntad y la energía cuyo objetivo consistía en
materializar ideas forjadas durante los años juveniles que guardaban la
impronta del Mayo francés. Ella, ahora viuda, se representa como custodio
natural del legado del héroe; rinde culto ante el cuerpo yacente de su esposo,
pero a su vez se sabe comprometida con la continuación de una misión trunca.
Despide un cuerpo y en el acto resignifica el ideal compartido.
Somos, vemos la
luz del mundo míticamente: todo nuestro ser desde la misma primera nutrición es una construcción imaginaria
que dice de una misteriosa fuente de donde mana el alimento: el humano en su
transitar es siempre necesidad de reencontrarse con esa fuente benéfica, con
ese bien mágico-mítico que el intelecto intuye (en tanto proyección adaptada de
ese primer acto nutricio), capta y aguarda. ¿No expresa acaso el Estado esa
fuerza donadora y justa que da a cada uno lo que le corresponde según el
principio de la justicia distributiva? Cuando esa fuerza encarna en alguien, la experiencia arquetípica de
la imagen primera se activa en el sujeto y se proyecta (porque lo reconoce) en
ese «alguien». Se trata de un «regreso» a las fuentes, al que se arriba después
de un largo y tortuoso peregrinaje interior.
¿Cuál es el
nutriente que atesora ese hombre cuyo nombre una multitud espontáneamente encolumnada comienza a agitar en la hora
aciaga?
El nutriente es
para los hombres y mujeres de todas las edades la voz esperanza, síntesis del ente humano en tanto «persona». La palabra
preñada de mínimo contenido (y es «mínimo» porque el decir auténtico aún no ha
podido ser recuperado de las zarpas del discurso hegemónico post-moderno) se
impone a la palabra hueca de la telepantalla. Por ahora se trata de consignas
gritadas, tal vez de frases que condensan un mínimo de significado respecto del
trágico hecho que arrebató al «luchador». Como «ser relativamente a la muerte»
que es el ente humano, Néstor Kirchner ha sido tempranamente sorprendido por
ella. Pero llegar al final biológico significa «finalizar», no «morir», que
guarda significación ontológica y no habla de «final» (cf. Heidegger 2002: §
53, 236-242). Esta particularidad
del fenecer identifica al héroe: el es
muerto, vale decir, su ser sigue
conjugado, permanece esencialmente
por fuera del acontecer biológico. La multitud
que saluda al héroe encuentra en ese finalizar de la vida el triunfo sobre
la “sombra” de sus aspectos reprimidos. La imagen del héroe se le representa en
gerundio como siendo, pues (de manera
singular en las generaciones jóvenes) ese final marca el comienzo de «la
batalla de la liberación» (Henderson 1984: 117, 120). El héroe siempre es
portador de la «verdad» y ésta en rigurosa etimología dice de lo que permite
«ver»: «ve» tanto la luz que «abre hacia» como la «sombra» que «cierra» el
«horizonte». El héroe ha combatido contra la «sombra» que había iniciado la
invasión del yo íntimo del sujeto joven. Es en la instancia en la cual el joven
inicia el lento descenso en búsqueda de ayuda a ese fondo inconsciente de
imágenes primordiales o arquetípicas para «hacer frente», cuando su psiquis materializa
lo que ha ido a buscar en el inconsciente, se trata de esa «coincidencia
significativa» que Jung denomina «sincronicidad», conexión inexplicable entre
el mundo interno y el externo (von Franz 1984: 207).
Ese «morir» es donante: conciente de su «finalizar»
apura sus palabras para dejar un mensaje de lucha por la libertad de la
conciencia del «porvenir» (que es el joven), o mejor, de un porvenir que
advierte que ya está siendo y que es
necesario vigorizar con nuevos esfuerzos reflexivos. Los ideales se le imponen
frente a la preservación biológica de su cuerpo.
Denigrar o
exaltar un nombre propio, con la
magia y la dureza diamantina que tienen los nombres propios, habla de identidad
y pone al enemigo del nombrado en la encrucijada de un final irreversible. Una
comunidad sana nombra con precisión
tanto lo que condena como lo que venera. El héroe que emergió el 27 de octubre
le colocó el nombre a la cosa.
“[…] Empecemos a
ser los políticos dueños de nuestras propias palabras. La Argentina y los argentinos
tenemos que recuperar el sentido de la autoestima, el sentido de ser […]” (Kirchner 2005).
“[…] nos jugamos por un país distinto, que somos capaces de decir las cosas que
hay que decir y que hay
que hacer, más allá de los impedimentos que nos pongan […]”. (Kirchner 2005).
El mito, apunta
Fernández Savater al referir a la obra Espartaco
de Howard Fast, no sólo transmite el deseo de «otro mundo posible», sino su
posibilidad concreta, en los hechos. Como explicaba G. Sorel, los mitos son lo
contrario de las utopías: éstas exigen fe en el advenimiento de un modelo
acabado, pero los mitos expresan la fuerza de una comunidad presente. La
esperanza que movilizan brota de la confianza en las propias posibilidades y
capacidades. Dice y recuerda que no hay que rendirse ante ninguna
ineluctabilidad (Sorel 2005: 83).
Espartaco porta “la «ilimitada claridad de la
esperanza humana», la aseveración testaruda del valor de la vida cotidiana de
todos los seres humanos sobre la tierra. «Su triunfo se debe a que conserva
vivo en el alma del hombre el sentimiento indestructible de que lo que se hace
vale la pena ser hecho […] de que el pueblo merece que se le libere»
(Chesterton)” (Fernández Savater 2004).
CONCLUSIÓN
El pensamiento
mítico que ha emergido por las ranuras del materialismo relativista del
conformismo no puede ser destruido, pero requiere evitar que se oculte
nuevamente.
Una vez activado,
el pensamiento mítico debe continuar sacudiendo de su modorra a la conciencia
racional en aquellos que han vivido como una eclosión sorprendente ese
pensamiento oculto en el nivel inconsciente de su estructura psíquica.
Mirando por
última vez a los historiógrafos de la pretensión de objetividad, a aquellos
para los cuales hablar de pensamiento mítico o de cualquier otro que no sea el
de su propia cárcel les parece mera impostura, en fin, a aquellos que desde su
disciplina hacen gala de fragmentar, y al tiempo esterilizar, el conocimiento,
nos parece oportuno recordar aquello que Ernst Cassirer sostuviera en la década
de 1920, donde señalaba que era difícil llevar a cabo “una separación lógica
entre mito e historia”. Para decirlo
mejor: toda concepción histórica tiene que estar impregnada de elementos
míticos y necesariamente ligada a ellos:
Si esta tesis
está en lo justo, entonces no sólo la historia sino todo el sistema de las
ciencias del espíritu que se fundan en ella tendría que serle arrebatado a la
ciencia para entregarlo al mito (Cassirer 1971: II, 14)
Como
consideración final de estas «notas» nos importa señalar dos cuestiones. La
primera refiere a la ceguera historiográfica que (como aconteciera durante el
año 2001) volvió a ignorar la realidad por la que transitábamos los humanos de
estas tierras. La historia construida con pretensión de verdad poco le dice al
historiógrafo, más allá de sus amañados escritos de fragmentos documentales
ensamblados a los que su acrisolada ignorancia venera.
La segunda
cuestión (en la hora actual del mundo y atendiendo a la construcción del «mito
Kirchner» como expresión de un «hacer frente» al «paradigma» del discurso
hegemónico) obliga a los intelectuales, a quienes convoca a reconocer su
«daltonismo cognitivo» y a plantear, menos un trabajo interdisciplinario entre
las llamadas «ciencias del espíritu» y más un trabajo que proyecte una nueva
subjetividad convencida de la necesidad de integrar el conocimiento; donde el
criterio holístico domine sobre la extrema fragmentación del conocimiento. Para
acudir a este llamado que, v.gr., encuentra en la obra de Michel Foucault Las palabras y las cosas un
significativo ejemplo, la filosofía parecería la más indicada (por su
tradición) para comenzar con ese emprendimiento.
Esa nueva
subjetividad se expresó con fuerza el 28 de octubre en Argentina: dejó al
desnudo la discursividad hueca de la partidocracia en su conjunto, pero,
fundamentalmente, enarboló un «mito» para significar aquello que ya en el año
2001 se había apenas esbozado: «otro mundo es posible» ([…] se puede construir
un nuevo orden en forma paulatina […]) (Kirchner 2005).
__________________________
* Profesor y
Licenciado en Historia (Facultad de Filosofía y Letras, UBA). Doctor en
Historia (Facultad de Historia y Letras. Universidad del Salvador).
Docente-Investigador: Proyecto financiado por la Secretaría de Ciencia y Tecnología
(Universidad Nacional del Sur, Bahía Blanca): Período 1997-2000 / 2001-2003 /
2004-2007 / 2007-2010. Profesor de Post-grado en el Seminario de «Historia del
Derecho» de la Facultad de Ciencias Jurídicas (Universidad del Museo Social
Argentino). Miembro titular del Instituto de Investigaciones de Historia del
Derecho. Libros publicados: Estado,
Lenguaje y Poder en el Río de la Plata (1816-1827), Buenos Aires, Instituto
de Investigaciones de Historia del Derecho, 1998; El discurso histórico-jurídico y político-institucional en clave
retórico-hermenéutica. Del Clasicismo ilustrado a la Post-Modernidad,
Buenos Aires, Instituto de Historia del Derecho, 2004. Colaborador de la Revista de Historia del Derecho (Buenos
Aires), Jahrbuch für Geschichte Lateinamerikas
(Berlin), Iberoamericana (Instituto
Iberoamericano, Berlín)
Correo
electrónico: rubendariosalas@gmail.com.
__________________________________________
BIBLIOGRAFÍA
Aberastury,
Arminda (1971): «El adolescente y la libertad». En: Aberasturi Arminda y
Knobel, Mauricio: La adolescencia normal, Buenos Aires:
Paidós, pp. 15-34.Anderson, Perry (2000): Los orígenes de la posmodernidad, Barcelona: Anagrama.
Austin, John L.
(1971): Cómo hacer cosas con palabras.
Palabras y acciones, Barcelona: Paidós.
Bleger, José
(1969): Psicología de la conducta,
Buenos Aires: Centro Editor de América Latina.
Caillois, Roger
(1988): El mito y el hombre [1938].
México: Fondo de Cultura Económica.
Cassirer, Ernst
(1961): Filosofía de las formas
simbólicas. II. El pensamiento mítico, México: Fondo de Cultura Económica.
Castagno, Antonio
(1980): Símbolos y mitos políticos,
Buenos Aires: Editorial Universitaria de Buenos Aires.
Daniel, Glyn
(1968): El concepto de prehistoria,
Barcelona: Nueva Colección Labor.
«Discurso de Néstor Kirchner», Ciudad de Balcarce, Provincia de Buenos
Aires, 21 de julio de
2005.http://www.casarosada.gov.ar/index.php/option=com_content&task=view&id=4363&Itemid=120.
«Discurso de Néstor Kirchner», Plaza de Mayo, Ciudad de Buenos Aires, 25
de mayo de 2006. http://www.rodolfowalsh.org/spip.php?article1939.
«Discurso de
Néstor Kirchner», Plaza del Congreso, Ciudad de Buenos Aires,15 de julio de
2008. http://www.sudestadasantafe.com.ar/disc_nestor.pdf.
Fernández
Savater, Amador (junio 2004): Espartaco,
mito indestructible, CreativeCommons AttributionNoDerivs.
Ferrater Mora,
José (1976): Diccionario de Filosofía,
Buenos Aires: Sudamericana, 2 v..
Gadamer,
Hans-Georg, «Mito y Razón» (1954). En, Gadamer, Hans-Georg (1997), Mito y Razón, Barcelona: Paidós.
García Pelayo,
Manuel (1981): Los mitos políticos,
Madrid: Alianza.
Hardt, Michel y
Negri, Antonio (2002): Imperio,
Buenos Aires: Paidós.
Hardt, Michel y
Negri, Antonio (2004): Multitud. Guerra y
democracia en la era del Imperio, Buenos Aires: Debate.
Heidegger, Martín
(2002): El Ser y el Tiempo [1927].
Barcelona: Biblioteca de los Grandes Pensadores.
Henderson, Joseph
L. (1984): «Los mitos antiguos y el hombre moderno». En: Jung, Carl G.: El hombre y sus símbolos, Barcelona:
Caralt (Biblioteca Universal Contemporánea nº 96), pp. 105-156.
Huizinga, J.
(1930): El otoño de la Edad Media.
Estudios sobre las formas de la vida y del espíritu durante los siglos XIV y XV
en Francia y en los Países Bajos [1927], Buenos Aires: Revista de
Occidente.
Jung, Carl G.
(1984): «Acercamiento al inconsciente». En: Jung, C. G., El hombre y sus símbolos, Barcelona: Caralt (Biblioteca Universal
Contemporánea nº 96), pp. 17-102.
Lasky, Melvin J.
(1985): Utopía y Revolución, México:
Fondo de Cultura Económica.
Lupovetsky,
Gilles (1994): El crepúsculo del deber.
La ética indolora de los nuevos tiempos democráticos, Barcelona: Anagrama.
Piaget, Jean
(1968): Seis estudios de Psicología,
Barcelona: Seix Barral.
Ricoeur, Paul
(1995): Tiempo y narración (I). Configuración del tiempo en el texto
histórico, México: Siglo XXI.
Ricoeur, Paul
(2001): Del texto a la acción, Buenos
Aires: Fondo de Cultura Económica.
Sartori, Giovanni
(1990): Teoría de la democracia. I. El
debate contemporáneo, Buenos Aires: REI.
Sorel, Georges
(2005): Reflexiones sobre la violencia
[1908]. Madrid: Alianza.
van Dijk, Teun
(2001): «El discurso como interacción en la sociedad». En T. A. van Dijk
(comp.). El discurso como interacción
social. Estudios sobre el discurso II. Una introducción multidisciplinaria,
Barcelona: Gedisa, pp. 19-66.
von Franz, M. L.
(1984): «El proceso de individuación». En: El
hombre y sus símbolos, Barcelona: Caralt (Biblioteca Universal
Contemporánea nº 96), pp. 158-228.
Weber, Max
(1980): «La ciencia como profesión» (pp. 23-62) [1918]. En M. Weber, Ciencia y política, Buenos Aires, Centro
Editor de América Latina
Weber, Max (1987):
Estructuras de poder, Buenos Aires: Leviatán.
[1] FERRATER MORA
(1976), s.v. «metáfora».
[2] Cf. respecto de la Alta Edad Media el acápite
«El marco de la idea de la política como Reino de Dios» (GARCÍA PELAYO 1981:
195-200).
[3] Ferrater
Mora: 1976, s.v. «Dasein».
[4] “La noción de proyecto ha adquirido
importancia en varias filosofías contemporáneas. Tal sucede en Heidegger al
introducir en Sein und Zeit el vocablo
Ent-wurf”. Se trata de “proyectarse a sí mismo”; “vivir como proyecto””
(Ferrater Mora 1976: s.v.. «proyecto»). (Heidegger 2002: § 31, 135-140).
[5] Según Heidegger, como la existencia del
ser está siempre en juego («le va su ser en este mismo») antes de lanzarse al
juego en el mundo está previamente “cuidado”. El cuidado es el ser de la
existencia. (Ferrater Mora 1976: s.v. «cuidado», «Existencia») (Heidegger 2002:
§ 46, 215).
[6] «Palabras del
Presidente Néstor Kirchner en la Ciudad de Balcarce, Provincia de Buenos
Aires», 21 de julio de 2005.
Estimado Profesor: Usted plantea que el mito en torno a la figura de Nēstor Kirchner se configura como un nuevo paradigma que busca hacerle frente al discurso hegemónico.
ResponderEliminarConsiderando que mucho se viene hablando del poder de los monopolios mediaticos y su capacidad de crear simbolismos y sentidos: ¿cual seria el papel de los medios, tanto opositores como oficiales, en la creación y alimentación del mito de Kirchner?
Estimado Eduardo:
EliminarComenzando por el final, creo que la los medios de comunicación (época en que aún había más que guerra algunas discrepancias mediáticas) pudieron ejercer indirectamente en la gestación de lo que sería un «mito». Como acontece siempre con los mitos de determinado sujeto, se van forjando en silencio de una manera inconciente, hasta que emergen a la superficie.
La muerte imprevista dice explícitamente lo que se fue construido silenciosamente, que, en tanto mito, construye al sujeto mítico con un «poder carismático» (Max Weber).
Hizo frente sí al discurso hegemónico acompañado (en su momento) con la actitud firme del presidente de Venezuela. El decidido enfrentamiento del presidente argentino ayudó a reforzar su carisma, frente a la actitud dubitativa del gobierno de Brasil. Hubo un importante intento de hacer del MERCOSUR (en los comienzos de su gobierno) un vigoroso instrumento político regional para hacer frente a toda negociación con el bloque del norte, incluidas las potencias europeas dominantes. O sea, no negociar cada país por vía separada, sino con la fuerza que otorga el «bloque». Tal esfuerzo requería del accionar de un país clave: Brasil. Fiel a su política bascular, la administración de ese momento no decidió sumarse a esa estrategia y escogió dar prioridad a un MERCOSUR económico, y con esa actitud asestó un golpe de muerte al intento.
Comenzó entonces una lenta pendiente de este organismo regional, por otra parte, sin haber articulado el aspecto institucional.
El resultado, luego de la muerte de los dos sostenedores del bloque regional, es su estado de anemia actual.
El «mito», como toda expresión afectiva atemporal, se silencia nuevamente y así quedará hasta emerger, tanto en su sentido positivo como negativo, en determinados momentos, generalmente acuciantes para la realidad argentina.