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sábado, 1 de junio de 2013

SOLEMNIDAD DEL CORPUS CHRISTI (2012)

Breves anotaciones sobre la «Homilía de Su Santidad Benedicto XVI»


Mientras el habla parecería remitir a un simple acto fisiológico que toma distancia del sentimiento auténtico que una solemnidad religiosa supone, entendimos importante reproducir en este momento significativo para el mundo católico, las palabras pronunciadas por el Pontífice emérito Benedicto XVI. Nos encontramos aquí no frente al acto expresamente fisiológico del habla, sino ante el decir, ante el verbo, ante la palabra donante que (como tal) es expresión del ser mismo.

En épocas de «cultura totalitaria» (de demagogia de la imagen y de la crispación lingüística) más que nunca se requiere de la palabra eficiente que brota de la fe y de la razón y no simplemente del mero habla, modelo expresivo válido para la cotidianeidad, pero que encuentra sus límites de cara a lo solemne.

Intentamos rescatar estos textos, pues la realidad de la Iglesia de Roma parece haber perdido la pequeña luz de esperanza que el pontificado de S.S. el papa Juan Pablo II había comenzado a rescatar, al embozar el sentido de lo sublime, de lo sacro, y postrarse frente a la vulgaridad cuya luz, contrariamente a la luz diáfana del decir, ciega en tanto persigue impedir acercarse a la Verdad.

La homilía desnuda aquellas decisiones que en la década de los años 1960-70 intentaron, no siempre con santa intención, quitar al decir católico de su sentido sagrado. Las consecuencias de la cultura secularizada (la «cultura totalitaria» o «cultura de la muerte»), aquella que supone la atonía espiritual y cognitiva, despuntan de la aguda pluma del pontífice. Para ello se requiere sí de gran conocimiento teológico, de mirada que discierne el texto, pero, de singular manera, de auténtica fe, que se traduce en un llamado a la salvación como recuperación del silencio que medita, para dar paso a la comprensión del otro, a su peculiar mirada, y entonces producir un encuentro verdadero y no superficial en el acto comunitario.

Recuperar lo sagrado de la vida es recuperar la vida, aquella que la secularidad de la sociedad del consumo se empeña en suprimir, pues su triunfo pertinaz significa la postración segura de las generaciones por venir.

SANTA MISA EN LA SOLEMNIDAD DEL CORPUS CHRISTI

HOMILÍA DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Basílica de San Juan de Letrán
Jueves 7 de junio de 2012


 Queridos hermanos y hermanas:

Esta tarde quiero meditar con vosotros sobre dos aspectos, relacionados entre sí, del Misterio eucarístico: el culto de la Eucaristía y su sacralidad. Es importante volverlos a tomar en consideración para preservarlos de visiones incompletas del Misterio mismo, como las que se han dado en el pasado reciente.

Ante todo, una reflexión sobre el valor del culto eucarístico, en particular de la adoración del Santísimo Sacramento. Es la experiencia que también esta tarde viviremos nosotros después de la misa, antes de la procesión, durante su desarrollo y al terminar. Una interpretación unilateral del concilio Vaticano II había penalizado esta dimensión, restringiendo en la práctica la Eucaristía al momento celebrativo. En efecto, ha sido muy importante reconocer la centralidad de la celebración, en la que el Señor convoca a su pueblo, lo reúne en torno a la doble mesa de la Palabra y del Pan de vida, lo alimenta y lo une a sí en la ofrenda del Sacrificio. Esta valorización de la asamblea litúrgica, en la que el Señor actúa y realiza su misterio de comunión, obviamente sigue siendo válida, pero debe situarse en el justo equilibrio. De hecho —como sucede a menudo— para subrayar un aspecto se acaba por sacrificar otro. En este caso, la justa acentuación puesta sobre la celebración de la Eucaristía ha ido en detrimento de la adoración, como acto de fe y de oración dirigido al Señor Jesús, realmente presente en el Sacramento del altar. Este desequilibrio ha tenido repercusiones también sobre la vida espiritual de los fieles. En efecto, concentrando toda la relación con Jesús Eucaristía en el único momento de la santa misa, se corre el riesgo de vaciar de su presencia el resto del tiempo y del espacio existenciales. Y así se percibe menos el sentido de la presencia constante de Jesús en medio de nosotros y con nosotros, una presencia concreta, cercana, entre nuestras casas, como «Corazón palpitante» de la ciudad, del país, del territorio con sus diversas expresiones y actividades. El Sacramento de la caridad de Cristo debe permear toda la vida cotidiana.

En realidad, es un error contraponer la celebración y la adoración, como si estuvieran en competición una contra otra. Es precisamente lo contrario: el culto del Santísimo Sacramento es como el «ambiente» espiritual dentro del cual la comunidad puede celebrar bien y en verdad la Eucaristía. La acción litúrgica sólo puede expresar su pleno significado y valor si va precedida, acompañada y seguida de esta actitud interior de fe y de adoración. El encuentro con Jesús en la santa misa se realiza verdadera y plenamente cuando la comunidad es capaz de reconocer que él, en el Sacramento, habita su casa, nos espera, nos invita a su mesa, y luego, tras disolverse la asamblea, permanece con nosotros, con su presencia discreta y silenciosa, y nos acompaña con su intercesión, recogiendo nuestros sacrificios espirituales y ofreciéndolos al Padre.

En este sentido, me complace subrayar la experiencia que viviremos esta tarde juntos. En el momento de la adoración todos estamos al mismo nivel, de rodillas ante el Sacramento del amor. El sacerdocio común y el ministerial se encuentran unidos en el culto eucarístico. Es una experiencia muy bella y significativa, que hemos vivido muchas veces en la basílica de San Pedro, y también en las inolvidables vigilias con los jóvenes; recuerdo por ejemplo las de Colonia, Londres, Zagreb y Madrid. Es evidente a todos que estos momentos de vigilia eucarística preparan la celebración de la santa misa, preparan los corazones al encuentro, de manera que este resulta incluso más fructuoso. Estar todos en silencio prolongado ante el Señor presente en su Sacramento es una de las experiencias más auténticas de nuestro ser Iglesia, que va acompañado de modo complementario con la de celebrar la Eucaristía, escuchando la Palabra de Dios, cantando, acercándose juntos a la mesa del Pan de vida. Comunión y contemplación no se pueden separar, van juntas. Para comulgar verdaderamente con otra persona debo conocerla, saber estar en silencio cerca de ella, escucharla, mirarla con amor. El verdadero amor y la verdadera amistad viven siempre de esta reciprocidad de miradas, de silencios intensos, elocuentes, llenos de respeto y veneración, de manera que el encuentro se viva profundamente, de modo personal y no superficial. Y lamentablemente, si falta esta dimensión, incluso la Comunión sacramental puede llegar a ser, por nuestra parte, un gesto superficial. En cambio, en la verdadera comunión, preparada por el coloquio de la oración y de la vida, podemos decir al Señor palabras de confianza, como las que han resonado hace poco en el Salmo responsorial: «Señor, yo soy tu siervo, siervo tuyo, hijo de tu esclava: rompiste mis cadenas. Te ofreceré un sacrificio de alabanza invocando el nombre del Señor» (Sal 115, 16-17).

Ahora quiero pasar brevemente al segundo aspecto: la sacralidad de la Eucaristía. También aquí, en el pasado reciente, de alguna manera se ha malentendido el mensaje auténtico de la Sagrada Escritura. La novedad cristiana respecto al culto ha sufrido la influencia de cierta mentalidad laicista de los años sesenta y setenta del siglo pasado. Es verdad, y sigue siendo siempre válido, que el centro del culto ya no está en los ritos y en los sacrificios antiguos, sino en Cristo mismo, en su persona, en su vida, en su misterio pascual. Y, sin embargo, de esta novedad fundamental no se debe concluir que lo sagrado ya no exista, sino que ha encontrado su cumplimiento en Jesucristo, Amor divino encarnado. La Carta a los Hebreos, que hemos escuchado esta tarde en la segunda lectura, nos habla precisamente de la novedad del sacerdocio de Cristo, «sumo sacerdote de los bienes definitivos» (Hb 9, 11), pero no dice que el sacerdocio se haya acabado. Cristo «es mediador de una alianza nueva» (Hb 9, 15), establecida en su sangre, que purifica «nuestra conciencia de las obras muertas» (Hb 9, 14). Él no ha abolido lo sagrado, sino que lo ha llevado a cumplimiento, inaugurando un nuevo culto, que sí es plenamente espiritual pero que, sin embargo, mientras estamos en camino en el tiempo, se sirve todavía de signos y ritos, que sólo desaparecerán al final, en la Jerusalén celestial, donde ya no habrá ningún templo (cf. Ap 21, 22). Gracias a Cristo, la sacralidad es más verdadera, más intensa, y, como sucede con los mandamientos, también más exigente. No basta la observancia ritual, sino que se requiere la purificación del corazón y la implicación de la vida.

Me complace subrayar también que lo sagrado tiene una función educativa, y su desaparición empobrece inevitablemente la cultura, en especial la formación de las nuevas generaciones. Si, por ejemplo, en nombre de una fe secularizada y no necesitada ya de signos sacros, fuera abolida esta procesión ciudadana del Corpus Christi, el perfil espiritual de Roma resultaría «aplanado», y nuestra conciencia personal y comunitaria quedaría debilitada. O pensemos en una madre y un padre que, en nombre de una fe desacralizada, privaran a sus hijos de toda ritualidad religiosa: en realidad acabarían por dejar campo libre a los numerosos sucedáneos presentes en la sociedad de consumo, a otros ritos y otros signos, que más fácilmente podrían convertirse en ídolos. Dios, nuestro Padre, no obró así con la humanidad: envió a su Hijo al mundo no para abolir, sino para dar cumplimiento también a lo sagrado. En el culmen de esta misión, en la última Cena, Jesús instituyó el Sacramento de su Cuerpo y de su Sangre, el Memorial de su Sacrificio pascual. Actuando de este modo se puso a sí mismo en el lugar de los sacrificios antiguos, pero lo hizo dentro de un rito, que mandó a los Apóstoles perpetuar, como signo supremo de lo Sagrado verdadero, que es él mismo. Con esta fe, queridos hermanos y hermanas, celebramos hoy y cada día el Misterio eucarístico y lo adoramos como centro de nuestra vida y corazón del mundo. Amén.

 © Copyright 2012 - Libreria Editrice Vaticana

  N.B.: cursiva nuestra.

 

sábado, 27 de abril de 2013

LA HISTORIOGRAFÍA IMPOSTORA

 
Desde la historiografía helénica hasta finalizar el siglo XVIII poco interesó a los pueblos el conocimiento de los accidentes que constituyen la historia humana, o sea, las desventuras mundanas del humano. Sólo con el arribo del Positivismo, filosofía que expresa el triunfo de la burguesía y sus ansias de «supremacía antropológica», se define el paradigma de la Modernidad, y entonces, la historia (o mejor, la escritura de la historia o historiografía) se convierte en su vocero y aspira a ser reconocida como ciencia en pie de igualdad con las ciencias de la naturaleza. Todo esto recorre el siglo XIX, desde Ranke hasta Bloch, siendo este último quien da forma a la futura corporación historiográfica que, orgullosa, desfilará durante el ocaso de la Modernidad y (devaluada), pero en razón de ello más soberbia, seguirá fatigando imprentas durante los tiempos post-modernos.

 La llamada escuela de Annales (fundada por Lucien Fèbvre y Marc Bloch) impera aún, habiendo tomado desde la década de 1980 distintos senderos.

Este artículo apunta a aquello que este narrador entiende como actitud impostora. Si bien no lo dice explícitamente tiene ante los ojos la historiografía argentina (particularmente), aquella producida en estos últimos años (mediados de la década de los '80 hasta nuestros días). Toma en cuenta la denominada historiografía académica, vale decir, aquella que opera desde un centro de operaciones (Instituto de historia americana y argentina «Emilio Ravignani» -Facultad de Filosofía y Letras de la U.B.A.).

Este centro de operaciones irradia todos los clones (públicos y privados) que reproducen escritos que, sus autores, ven como el auténtico hablar del pasado y verdad absoluta en tanto tales escritos provienen de su pluma. Ya de manera conciente o no, así lo entienden quienes nunca se preguntarán por la validez de su disciplina.

 El nutrido regimiento de profesores de historia de distintos ámbitos rendirán homenaje explícito a estos escritos que, a su vez, sus alumnos deberán deglutir, para convertirse a su hora en los reproductores de esa «palabra única y sabia».

Lo cierto es que aquella historiografía, que durante más de dos milenios sólo reproduciría lo que el contador de historia tenía ante sus ojos o aquello que alguien venerable había referido sobre alguna cuestión, fue reemplazada por una versión impostora, que no se atreve a confesar que todas sus pesquisas no resultan más que un simple punto de vista de algo que ya no está a la mano: es pasado.

Ignorantes de todo pensamiento filosófico que impondría una reflexión antes de dedicarse a una tarea infructuosa; tal vez necesitados de retener los privilegios mercantiles de su profesión y el status que va de suyo se insertan, tanto en nuestro medio como en otros foráneos (por ejemplo, Brasil), recibiendo generosos emolumentos en tanto integrantes específicamente de una institución que (en nuestro medio) se denomina CONICET. Así los hacedores de fantasías (generalmente pobremente contadas) comparten el mismo suelo que un biólogo o un físico y, lo que más importa a estos impostores, iguales emolumentos erogados por toda la comunidad. Sucede que ellos también se entienden científicos.

 En fin, este trabajo quiso ser una contribución, específicamente dirigido a quienes por ignorar esta realidad (o mejor, este punto de vista) ven como próceres a aquellos que no resultan otra cosa que escuálidos narradores de pobres narraciones.

Importa, tal vez, ver al «rey desnudo», es decir, entender que «no tiene por qué ser verdad lo que todo el mundo piensa» (Hans Christian Andersen).
 
 
Impostura historiográfica y desafío hermenéutico: la huella de Heidegger*

 Historiographic imposture and hermeneutic challenge: Heidegger´s footprint

 Rubén Darío Salas



Resumen
Trata este texto del desafío hermenéutico frente a la historiografía neopositivista hegemónica; discurso de la microespecialidad; enfoque que desconoce el «todo» del discurso y sólo se reconoce en la «parte». Objetivo general: plantear como opción una hermenéutica ontológica tomando como referencia el pensamiento de Martín Heidegger, para quien el objeto de estudio se entiende como un «todo» de significación. Objetivos específicos: atienden a mostrar la impostura intelectual de los historiógrafos oficiales, quienes, desde distintos centros de «poder-saber» académico, reproducen la fragmentación cultural de la discursividad vigente. El método es hermenéutico y, por ende, obliga a leer un documento como texto, avanzando así hacia su ontología. Lo vertebra un paradigma: Ser y Tiempo de Martín Heidegger, que devela el vacío de historicidad de la historiografía y su renuencia al entramado del saber. La conclusión e hipótesis están trazadas en una clave interrogativa heideggeriana: ¿corresponderá a la historiografía la ardua tarea de desentrañar la ciencia de la historia?

Palabras clave: Hermenéutica; Historiografía; Paradigma


Abstract
This text is about the hermeneutic challenge against hegemonic neo-positivist historiography; its discourse is that of micro-speciality (micro-history); its approach ignores the "whole" about a discourse, and only recognizes itself in its «part». Main objective: to raise an ontological hermeneutics based on the thought of Martin Heidegger, for whom the object of study is understood as a «whole» of significance, as an option. Specific objectives: it attempts to expose the intellectual imposture of the official historiographers, who, from different «power-knowing» academic centres, have reproduced the cultural fragmentation of the existing discursivity. The method is Hermeneutic, and requires the reading of a document as a text in order to move forward towards his ontology. This sustains a paradigm: Martin Heidegger´s Being and Time, which unveils the historicity of historiography and his reluctance to the fabric of knowledge. The conclusion and hypotheses are drawn in an interrogative Heideggerian key: could the arduous task of unravelling science from history correspond to historiography?

Keywords: Hermeneutics; Historiography; Paradigm.


* Agradezco al Dr. Víctor Tau Anzoátegui su interés por las cuestiones aquí abordadas y a la Dra. Susana Ramella por haber proyectado algunas tesis aquí sustentadas en sus trabajos sobre El derecho a la diferencia.

 Enviado el: 22/4/2012
Aprobado el: 16/8/2012
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história da historiografia • ouro preto • número 10 • dezembro • 2012 • 193-210

 Confesamos desde el inicio que nuestro trabajo adolece de limitaciones respecto de la materia que trata, puesto que el examen hermenéutico responde a perspectivas teóricas diversas, de las cuales nosotros escogimos una orientación: la ontológica. Otra limitación proviene de haber aplicado la hermenéutica a la Historia, ámbito que ofrece resistencia a lo que observa como intromisión invasora de toda teoría de raíz filosófica (MARROU 1968, p. 37, 12; FEBVRE 1993, p. 89-90; WHITE 1992, p. 361, 374, 380) lo cual significa (para el historiógrafo) aislarse de la auténtica comprensión y, por tanto, también de toda genuina posibilidad comprensora respecto de su objeto de estudio. Se trata, por tanto, de los primeros pasos de una exploración arqueológica, o sea, por los distintos niveles del saber y, a la vez, genealógica, recalando en el cruce de los mismos.

Hasta aquí la llamada de alerta para todo eventual lector.

Plantear la voz hermenéutica como desafío procura rescatar a ésta del carácter de artefacto lingüístico, útil para llenar el espacio de un escrito circunstancial. «Desafío» dice de compromiso frente a algo que se quiere abrir: lo hermenéutico es la actitud consciente del humano que, frente a la procura de un objeto de estudio, no sólo lo ve, sino que también lo mira. 

Como definición, hermenéutica remite a «interpretación». Al decir esto, podemos inferir que no se trata del estudio del mero parecer acerca de algo, sino de la lectura consciente de ese algo; lectura que impone preguntar sobre su ontología. Es menos método que actitud ontológica de búsqueda: es inquietud filosófica. «Hermenéutica» no habla literalmente de «interpretación» en el sentido del cotidiano y vulgar «entiendo que…», «creo que…» y de toda la variedad de potenciales «podríamos afirmar que…», expresiones que rehuyen todo compromiso y disecan el objeto que supuestamente pretenden abrir. «Hermenéutica» refiere a «exégesis», es decir, al estremecimiento anímico que procura extraer una verdad aunque ésta resista a tal intento.

Acotaciones para una ontología o hermenéutica histórica
«Me resulta odioso todo aquello que sólo me instruye, sin alimentar a su vez mi actividad o vitalizarme de forma inminente» (NIETZSCHE 2006, p. 9). Con estas palabras de Goethe inicia Friedrich Nietzsche su Segunda consideración intempestiva. Necesitamos de la historia para la vida y la acción, afirma Nietzsche (2006, p. 9-10). Este trabajo pretende constituirse en una incitación en ese sentido, en tanto se observa a la historia vacía de significatividad presente, devenida en juego de escritorio de los historiógrafos, que fatigan las imprentas con escritos estériles o apenas fértiles para su cofradía. Ya los «padres fundadores» del orden postmoderno, nacidos a poco de concluir la última Gran Guerra, ya sus herederos de oficio en la «Post-Modernidad plena» (c.1970), vegetan desvinculados de todo compromiso con la comunidad de la que forman parte. Se trata, de manera especial en nuestro medio, de aquellas erudiciones centradas en las historias americanas y argentinas; expresiones eminentes de un positivismo devaluado.

Desde aquí ofrecemos (a manera de contribución) una opción de vida escrita en clave hermenéutica (inquisidora), dirigida a una comunidad envuelta en vanidades varias y enferma de anemia cognitiva. La hermenéutica ontológica que Martín Heidegger desarrolló en su obra Ser y tiempo constituye el eje vertebrador de este trabajo. Esta obra pertenece al denominado «primer Heidegger» y constituye una teoría y praxis hermenéutica completa. Se trata de la disciplina que adquirió autonomía con Friedrich Schleiermacher en el siglo XVIII. La obra de Friedrich Nietzsche, Segunda consideración intempestiva, resulta emblemática en el planteo ontológico de Heidegger, pues expresa lúcidamente el carácter historicista (temporal) del ser como existencia, esto es, del «ser ahí» (Dasein). «Ahí» (Da) es «comprensión» y, como tal, define al ser (Sein) (Cf. GADAMER 2002, p. 257-258). El Da del Dasein es la «abertura del ente humano al ser» (FERRATER MORA 1975a, p. 611, s.v. «Existencia»; GAOS 1971, p. 23-24). La especificidad del ser del ente humano comporta para Martín Heidegger el eje de su análisis, que no se situará en el plano de la psicología o de la antropología (que consideran al hombre como un ente más), sino que lo hará en un plano ontológico, recibiendo tal análisis el nombre de «analítica existenciaria» (existenziale Analytik) (Cf. FERRATER MORA 1975a, p. 618, s.v., «existenciario»; GAOS 1971, p. 28-29). Para la ontología tradicional, contrariamente, el sentido del ser se entendía como un sistema de categorías válido para cualquier ente, al que no le era en absoluto inherente una comprensión de ese sentido del ser.

En la analítica existenciaria se trata de hallar los caracteres ontológicos relativos a aquel ente destacado precisamente por la comprensión de ese sentido del ser. Entendemos que sólo desde una comprensión ontológica del «ser» es dable arribar a la auténtica comprensión histórico-mundana del mismo. ¿Hace a la naturaleza humana el acto de interpretar? ¿Hace a su pertinencia o (contrariamente) constituye una actitud impertinente? ¿El conocimiento se abre con el acto interpretativo o se desvirtúa? ¿Puede el humano prescindir de la actitud hermenéutica o ésta se le impone porque es parte de su ser? Finalmente, de cara a la historia: la mirada hermenéutica ¿resulta propia o impropia?

En el siglo XIX (claramente en su segunda mitad), emerge la historia denominada «científica o crítica» dentro del marco del recién nacido darwinismo. Por vez primera se convierte en «vector de significación»: desde perspectivas distintas, tanto el Positivismo como el Materialismo dialéctico la encumbran. La Historia, asentada en el suelo de la Modernidad (triunfo de la «supremacía antropológica»), es elevada a la categoría de ciencia y, entonces, grita su nombre: Historiografía. Las ciencias habían delimitado su territorio y la historiografía hace lo propio. Wilhelm Dilthey, eco de su paradigma, bautiza como «ciencias» a las disciplinas que se ocupan particularmente del «espíritu». Frente a las «ciencias de la Naturaleza», nacen las «ciencias del espíritu», reservándose una región empírica exclusiva. Los textos históricos exudan erudición y, particularmente, trazos sociológicos, artísticos, literarios y filosóficos envuelven las distintas obras.

Hasta fines de la «Modernidad plena» (c. 1920), el historiógrafo decimonónico exhibirá el bagaje cultural que aún atesora su paradigma (NOIRIEL 1997, p. 150-153). Cuando ese paradigma inicie su declive, comenzará a cerrar sus fronteras (de manera contundente en el ámbito de la historiografía argentina y americana) y se replegará frente a las otras disciplinas del espíritu. La especialización del saber, su fragmentación, influirá notablemente, de forma tal que, en pleno paradigma postmoderno (c.1970), lo que fuera repliegue táctico se traducirá en enclaustramiento. Ahora bien, hablar de historia es hablar de un ente amasado con tiempo. No obstante ello, los historiógrafos, aunque manipulan un ente temporal, muestran total despreocupación por una materia que entienden ajena a sus estudios. Si bien todo ser histórico es ontológicamente construcción temporal, el triunfo (en la segunda mitad del siglo XIX) de una vasta gama de materialismos ignoró el ámbito filosófico de la ontología y la metafísica y, con ello, el examen del tiempo, que es materia que las implica. 

 La concepción einsteniana de la relatividad del tiempo contribuyó en ese sentido en tanto se cerraba el ciclo de la física de Newton y su concepción eleática del tiempo. Los dos planos temporales de su física (el de lo inmutable y el mundano) se reducen a este último (ZUBIRI 1976, p. 7-47). Se afianza la visión puramente cronométrica del mismo definida por la «aceleración» y el «vértigo» (KOSELLECK 1993, p. 314-316; ZUBIRI 1976, p. 7-47). Como ocurriera con la Ontología y la Metafísica, el tema del «tiempo» resulta un tema menor dentro de los estudios filosóficos, objeto de la atención ocasional que algún estudioso de la Filosofía pudiera prodigarle. Sólo en el ámbito de la Física, en el siglo XX, adquiere significación (ELÍAS 1989, p. 12). En el terreno histórico, si bien se reconoce el sentido temporal de la historia, se impone la voz del paradigma de la Modernidad, que hace del tema «tiempo» materia de la región empírica llamada Filosofía.

Desde ese ámbito, asomará alguna voz aislada como la de Heidegger, quien retoma la cuestión ontológica, esto es, «la pregunta que interroga por el sentido del ser», aquella que «está hoy caída en el olvido», pues nadie se encuentra «perplejo por no comprenderla» (HEIDEGGER 2002, p. 11, 10). Su tesis, al plantearse como exégesis del ser y el tiempo, le lleva a atender a la cuestión del tiempo histórico-natural, que es el hombre, así como a la historia mundana, que le proyecta en el mundo, y a la historiografía, como ciencia que le aborda. Sorprende a Gianni Vattimo que Heidegger dedique un espacio relativamente amplio a la Historia, en apariencia ajena a la solución de su tesis, que se pregunta por la ontología del hombre (VATTIMO 1987). Sin embargo, puede advertirse que, si bien el centro de reflexión sobre la historia se centra en el debate entre Dilthey y el conde Yorck, este se encuentra precedido por un trayecto que alude a la Segunda consideración intempestiva de Nietzsche, quien «descubrió y dijo con inequívoca penetración lo esencial sobre el provecho y daño de la historiografía para la vida». El rescate de la obra de Nietzsche, quien «distingue tres formas de historiografía, la monumental, la anticuaria y la crítica», conduce al meollo del auténtico planteo historiográfico frente al pasado (HEIDEGGER 2002, § 76, p. 354); un sendero que Dilthey, desde una plataforma psicológica, no resuelve, como tampoco lo consigue la crítica de Yorck a Dilthey. Ambos no advierten que «la triplicidad de la historiografía tiene su base en la historicidad del "ser ahí"» y que «la historiografía propia no puede menos de ser la unidad tácticamente concreta de las tres posibilidades» (HEIDEGGER 2002, § 76, p. 354). «La división de Nietzsche no es casual», pues sólo es posible el "ser ahí" sobre la base de la temporalidad». De allí «que el "ser ahí", ya antes de toda indagación temática, "cuenta con el tiempo" y se rige por él» (HEIDEGGER 2002, § 78, p. 360).

 ¿Cómo opera la historiografía? Dando cuenta de la existencia fáctica, la cual dice del tiempo sin comprenderlo ontológicamente (HEIDEGGER 2002, § 78, p. 361). Heidegger advierte que ni Dilthey ni Yorck logran dar el paso definitivo y reconocer que el tiempo óntico (fáctico) de la historia mundana deriva del tiempo «propio» (eigen), ontológico, de la historicidad. De cara al Positivismo y al Materialismo dialéctico, para Heidegger no hay en ellos un auténtico y decidido deslinde respecto de dos realidades esencialmente distintas: la primacía del ser del «ser ahí» como temporalidad, y la de ese otro tiempo «en el mundo», propio de la accidentalidad humana (cf. BOURDIEU 1999, p. 41-42). El actuar hermenéuticamente se constituye en desafío para el historiógrafo de las certezas absolutas, porque le enfrenta a la endeblez epistémica de una disciplina forjada en el molde de la «omnipotencia antropológica» postmoderna. Se trata de un historiógrafo que no advierte que, una vez reducido el ente histórico a fenómeno (apariencia, según Kant) de conocimiento, el ente muere (NIETZSCHE 2006, p. 27). La actitud hermenéutica le enfrenta además con el tiempo, esa sustancia que no alcanza a ver (porque no «ve discerniendo») como suelo en el que todo lo fáctico tiene lugar. No ve que al tiempo cotidiano lo mismo le da envolver a un objeto que a otro, que una realidad bien pudo mostrar otro rostro, que el tiempo de los acontecimientos tiene, como Jano, dos caras: en Waterloo, la derrota pudo haber correspondido al duque de Wellington. Entiéndase bien, en tanto tiempo de la Existencia, el tiempo del ser del «ser ahí» es ontológico; el «pudo haber correspondido» es eminentemente histórico-mundano, estrictamente óntico, impropio, mera contingencia, expreso decir inauténtico. El tiempo ontológico no se mide en fechas, como tampoco en «antes», «ahora» y «luego», sino que emana de un sujeto que es éxtasis temporal, vale decir, centro de proyección de todos los tiempos.

 La historia mundana es siempre un juego de dados. De allí que el «érase una vez» de las historias surja para recordarle al ente humano «la verdadera índole de su Existencia, que es un imperfecto siempre inconcluso» (NIETZSCHE 2006, p. 15). Interpretarla impone al estudioso tomar conciencia de la «impropiedad» o inautenticidad existencial del hecho y de su propia inautenticidad básica, que requiere de la intencionalidad de ser superada. Le impone «elegirse existencialmente» (comprometerse) (FERRATER MORA 1975a, p. 406-407, s.v. «decisión») o perderse y no conquistarse en modo alguno. El «ser ahí» (Dasein) se rige por el «comprender», que no es dado y requiere de vocación para construirlo como conciencia. La Existencia óntica (existenziell) y ontológica (Existentz) no habitan en mundos diferentes: ambas se definen en el mundo del existir. No se trata aquí de hablar de una Existencia platónica (intemporal, eterna), por un lado, y de una existencia «imperfecta», abyecta, por el otro. En suma, el «ser ahí» puede decidir vivir sin «hacer frente», sin comprometerse, o sea, vivir en «estado de interpretado» y no resuelto de la inautenticidad (HEIDEGGER 2002, § 34, 38, p. 154, 165).

El historiógrafo neopositivista, en tanto eco de la práctica discursiva hegemónica del paradigma postmoderno, responde a esta aserción: como no impera en él impulso vital alguno, su instinto creador se encoge y deviene un tipo de tematización historiográfica inauténtica. Ser hombre es ex-sistir, vale decir, es un «estar afuera que sobrepasa la realidad simplemente presente en dirección de la posibilidad» (VATTIMO 1987). Ahora bien, decir que el hombre existe, necesariamente significa afirmar que es radicalmente finito, que, saliendo de sí mismo luego de «encontrarse», surge para sí mismo (de WAEHLENS 1955, p. 54-55). El «estado de abandono» es su primer rasgo y es su obligada lucha por comprenderse y comprender el «mundo» y a los «otros» aquello que lo convierte en un continuo «siendo». Es por ello que debe interpretarse la Historia como sirviendo a la vida, pues, de esa forma, «está al servicio de un poder no histórico» que es el que esteriliza todo «poder ser» (toda Existencia) (NIETZSCHE 2006, p. 28).

La hermenéutica, como fuerza de choque contra el historiógrafo de la «omnipotencia antropológica» postmoderna, consiste en señalarle su carácter de impropio repetidor del factum pretérito y no de inquisitivo pesquisador del mismo. Se repliega sobre sí mismo, renunciando al desafío del comprender-interpretando que surge del acto interrogativo (HEIDEGGER 2002, § 37, p. 163).

Ser y Tiempo es un libro escrito en clave interrogativa y quiere constituirse todo él en la «explicación de la pregunta que interroga por el sentido del ser». En la «preeminencia de la pregunta» radica la necesidad de comprender e interpretar. «Nos movemos siempre ya en cierta comprensión del ser. De ella brota la pregunta que interroga expresamente por el sentido del ser, y la tendencia a forjar el concepto correspondiente» (HEIDEGGER 2002, § 2, p. 14). Preguntar por algo es mantenerse en cierta comprensión de ese algo. «El preguntar tiene, en cuanto conducta de aquel que pregunta, un peculiar "carácter de ser"» (HEIDEGGER 2002, § 2, p. 14). Interrogar es la guía hacia la posibilidad de desembozar el objeto que se encuentra oculto por muchas capas de tradiciones, aquellas que el historiógrafo entiende que se explican «de suyo», y acaban cerrando el conocimiento.

El ente humano que construye su época de espaldas a cualquier inquietud ontológica «cae» forzosamente en una interpretación vulgar de todo acaecer, al serle indiferente el genuino comprender. ¿Puede constituirse en auténtico comprender-interpretar quien se desconoce esencialmente como pregunta? Para el historiógrafo, el acto de investigar se lleva a cabo o como un vago preguntar, o como un verdadero preguntar. La primera forma responde al «vulgar» y cotidiano preguntar por algo como espasmo psíquico; la segunda hace frente al objeto, busca abrirle y requiere ver «a través de», desde distintas direcciones del saber.

El primer abordaje desarrolla una indiferente comprensibilidad que cierra y encubre «los entes intramundanos» (sujetos que interactúan en el mundo) (Cf. HEIDEGGER 2002, § 16, p. 74). Articular la comprensión impone ver el «todo» y no prescindir de él o entenderlo como ya «interpretado», tal como se observa en el estudio de esas partículas atómicas denominadas «microespecialidades» (NOIRIEL 1997, p. 158-161; ANKERSMIT 2004, p. 241-242) que tanto encandilan al historiógrafo. Y decimos «encandilan» porque él sólo ve aquel factum como algo «a la mano» (zuhandenes) y «ante los ojos» (presente = vorhandenes). Desconociéndose como ente interrogativo que es (como expresión histórica), o sea, como estructura temporal, no puede exigírsele que vea «a través de» (que es hacerlo del «todo»), sino que sólo vea sin perturbarse, impertérrito, lo que está «ante los ojos». Desde nuestra perspectiva historiográfica, el acto de interpretar, como cadena interrogativa que es, no puede ni siquiera iniciar el «círculo hermenéutico» del comprender, pues el historiógrafo postmoderno- -tipo se encuentra huérfano de tal posibilidad: su paradigma le ha amputado su más peculiar «poder ser». La hermenéutica conforma un círculo que parte de un comprender elemental, pero genuino y lo desarrolla hasta apropiarse plenamente del «conocimiento riguroso» (HEIDEGGER 2002, § 32, p. 144-145).

 ¿Acaso puede «ver a través de» y «en torno a» quien, padeciendo de ceguera cognitiva, entiende haber alcanzado la cima de su quehacer, acantonado en una unidad más pequeña que el átomo? ¿Puede hacerlo ese historiógrafo que, desde su «nicho académico» (antropológicamente hablando), se expresa bajo la modalidad postmoderna de las «obras colectivas»? Sirvan las siguientes como «muestras tipo»: «Las elecciones en el Estado de Buenos Aires: 1820-1840», «Las elecciones municipales porteñas de 1883» (ANNINO 1995, p. 65-105; 143-175).1 Estas muestras reflejan a un relator escindido de las genuinas y originales relaciones del «ser relativamente al mundo» («ser-en-el-mundo» = in-der-Welt-sein) (HEIDEGGER, 2002, § 35, p. 159). Se trata de una «moda» en virtud de la cual varios narradores se convocan en torno a un tema único; en fin, sumatoria de parcialidades menores, cuya síntesis concluye en una parcialidad mayor: el libro; «moda» generalizada en el ámbito historiográfico inscripto en el discurso hegemónico del paradigma de la fragmentación (ANKERSMIT 2004, p. 342, 432). Se trata, en fin, de una representación de aquella otra constituida por la masa documentaria. Al atender a la «moda postmoderna» de los fragmentos documentarios, apunta Ankersmit:

 En el pasado, los historiadores se ocupaban del tronco del árbol o de las ramas; sus sucesores posmodernos sólo se ocupan de las hojas de fragmentos minúsculos del pasado, que indagan de manera aislada, independientemente del contexto más o menos amplio (las ramas, el tronco) de que formaban parte (ANKERSMIT 1989, p. 143, 149-150 apud GINZBURG 2010, p. 386-387).

 Actuar hermenéuticamente es más una actitud ante la vida que un método; el método vale si una actitud inquisitiva existenciaria (los modos de ser del Dasein) lo moviliza. De otra forma, se trata de mera técnica. La historiografía como hermenéutica impone amarrar la historia y la vida en un vínculo entre aquello sido y el presente desde el que está siendo. De la hermenéutica que hablamos es de una exégesis que se propone avanzar hacia la ontología del ente; se trata de una hermenéutica ontológica, que, por otra parte, supone previamente una hermenéutica «vulgar» o de la «cotidianidad» (Alltäglichkeit).

1 Se trata de «muestras tipo» escogidas dentro de una variada producción historiográfica. Responden a la autoría de historiógrafos que reproducen la discursividad hegemónica postmoderna del «decir fragmentado».

Ahora bien, porque el «ser» es histórico en el fondo de él mismo es posible la historiografía. Por tanto, «la falta de historiografía no es una prueba en contra de la historicidad del "ser ahí", sino […] prueba de ella». Al pueblo griego en su momento de mayor esplendor le es indiferente la historiografía y eso no significa que sea ahistórico. «Ahistoriográfica sólo puede ser una edad por ser "histórica"» (HEIDEGGER 2002, § 6, p. 27). La prescindencia de esa historiografía impropia de cualquier inquietud ontológica descubre una patología cultural. A ese «ser ahí» postmoderno no le es dable advertir que no sólo tiene la propensión a «caer» en su mundo e interpretarse reflejamente desde él, sino que además lo arrastra en su caída y, como entiende su tradición comprendida «de suyo», se afianza en su ignorancia, perdiendo «la dirección de sí mismo, el preguntar y elegir». Nunca se concilia un posible regreso intelectual al pasado, en el sentido de una creadora apropiación, con quien persigue hacerse sólo del «aspecto del mundo» (HEIDEGGER 2002, § 6, p. 27-28; § 36, 161).


El desafío hermenêutico
¿Por qué planteamos este trabajo dentro del ámbito historiográfico bajo la forma de desafío hermenéutico?

 (1) Porque la ortodoxia historiográfica neopositivista (aquella gestada al mediar el siglo XX) marginó toda historiografía de base hermenéutica en su sentido «propio», «auténtico», repudiada con silencio cómplice. Al hacerlo, la efectiva comprensión, que se define en términos de «círculo hermenéutico», queda invalidada (cf. GADAMER 1997, p. 577-578).

Calificamos como «neopositivistas» a esas verdades de certeza absoluta que emanan de una abundante producción historiográfica. De manera alguna remite esta voz a la filosofía neopositivista surgida en el siglo XX (FERRATER MORA 1975b, p. 455-457, s.v. «Positivismo»). Con la voz «neopositivismo» remitimos a una característica que entendemos atraviesa el paradigma postmoderno caracterizado por la «plebeyización» cultural,2 aquel que conduce al absolutismo antropológico («el hombre es la medida de todas las cosas») y al dogmatismo cientificista. Ese «neopositivismo», identificado con la «generación auténticamente postmoderna», se emparenta con una modalidad del «relativismo» que pretende ser «un punto de referencia absoluto» y que brota de una actitud escéptica ante la vida. Es un escepticismo que la conciencia histórica (al decir de Dilthey), descartándolo en nombre del mentado conocimiento absoluto, disuelve dentro de sí misma.

En suma, en nuestro trabajo, decir «Neopositivismo» es hacerlo a un tiempo de Relativismo y Escepticismo absolutos como «concepción del mundo» en su sentido más primario (Cf. FERRATER MORA 1975b, 272; 557-558, s.v., «neopositivismo», «relativismo»; FERRATER MORA 1975a, p. 544-546, s.v., «escepticismo»). Al referirnos a la «generación auténticamente postmoderna» como abanderada del neopositivismo, lo hacemos respecto

2 «La «plebeyización» significa […] una vasta ampliación de la base social de la cultura moderna, pero en el mismo acto también una enorme disminución de su sustancia crítica» (ANDERSON 2000, p. 154) de aquella que reproduce la práctica discursiva hegemónica del paradigma postmoderno. Se trata de la generación que adopta como propio el discurso académico esclerotizado y no de aquella que «hace frente» y, por tanto, resulta silenciada e ignorada por los historiógrafos «consagrados».
(2) Quien, en contra de la ortodoxia, opera con perspectiva hermenéutica, quien busca interpretar preguntándose avanzando ontológicamente hacia el objeto de estudio, actúa, para los historiadores acantonados en la «historia de los anticuarios», con actitud desafiante. «Interpretar hermenéuticamente», para los historiógrafos neopositivistas, forma parte de un léxico de herejía historiográfica (en el mejor de los casos) o a mero divague extravagante, para el séquito del alto mando historiográfico (cf. NOIRIEL 1997, p. 253; ECHEVERRÍA 1997, p. 317-326). Hablamos de quienes detentan el «poder-conocimiento» de su respectiva región empírica a través de una variada gama de instituciones (entiéndase el nivel escolástico universitario) (cf. NOIRIEL 1997, p. 43-50). Se trata, pues, de una rigurosa impostura intelectual (cf. FOUCAULT 199, p. 55-56; NOIRIEL 1997, p. 118, 222).

 Respecto de la «Historia de los anticuarios», ésta remite a aquellos historiógrafos devotos del «fetichismo del archivo», instancia en que «la Historia sirve a la vida del pasado hasta el punto de momificarla antes de conservarla». El «historiógrafo anticuario» es aquel al que no le es dado «medir su entorno» y para quien «las cosas del pasado no tienen valores y proporciones que se correspondan entre sí», sino únicamente proporciones y valores que responden al sujeto que mira hacia atrás (NIETZSCHE 2006, p. 44-45).

(3) La dimensión humana es histórica, es decir, está «amasada con tiempo». De allí que pueda hablarse, hermenéuticamente, de la historicidad del ente humano. Importa no confundir la voz «historicidad» (Geschichtlichkeit) con el vocablo «historicismo». La primera refiere a la estructura del ser, arraigada en la temporalidad (Zeitlichkeit), tal como es empleada por Heidegger. La segunda sólo incluye marginalmente la visión heideggeriana de la historia.

 No es de incumbencia de este artículo atender al historicismo, cuyas posiciones fueron sustentadas, entre otros, por la denominada «escuela filosófico-antropológica» en la que se inscriben posiciones tan disímiles como las de Dilthey, Marx, Troeltsch y Mannheim (Cf. FERRATER MORA 1975a, p. 851, s.v., «Historia»; FERRATER MORA 1975a, p. 857, s.v., «Historicidad», «Historicismo») Como la voz posee una semántica borrosa, habremos de sugerir con cautela que el historicismo influido «por las ciencias históricas» es «el historicismo antropológico, que adscribe la historicidad al hombre y a sus producciones» (FERRATER MORA 1975a, p. 858, s.v., «Historicismo»; PÉREZ AMUCHÁSTEGUI 1979, p. 30-34).

 Consignemos ahora algunas conclusiones parciales de estos desafíos hermenéuticos. El desafío hermenéutico parte de entender que resulta imperativo para el historiógrafo plantearse la original pregunta por el «ser». Esta pregunta, axial para la filosofía, no puede quedar fuera del círculo comprensor-hermenéutico de éste, lanzado como se encuentra a la búsqueda de realidades que acontecieron en determinado momento del pasado. Se trata de una pregunta filosófica de raíz histórica, pues el ser se define como historicidad, o sea es histórico en lo más profundo de su ser; es temporalidad original. Pero resulta una contundente realidad que tal pregunta quede fuera del ámbito de estudios del historiógrafo aun cuando le atañe hacer frente a un objeto pretérito.

La posibilidad de la búsqueda de tal objeto pretérito hace a su «poder ser» (Sein-können), que necesariamente se mueve dentro del «círculo hermenéutico», que es la manera de operar del comprender. Pero sucede que el historiógrafo no se reconoce como ser al que le va este mismo (dem es in seinem Sein um dieses Selbst geht) en su hacer. Por tanto, no podría exigírsele que reconozca las honduras del auténtico pesquisar pues sólo le es dable advertir el caparazón de la materialidad histórica. Al comprender propio sólo podrá acceder en tanto se reconozca como ente al que le va su ser en dicho acto; ese le va (ese comprometerse) se define como comprender.

 El análisis de la HISTORICIDAD del «ser ahí» trata de mostrar que este ente no es «temporal» por «estar dentro de la historia», sino que, a la inversa, sólo existe y puede existir históricamente por ser temporal en el fondo de su ser (HEIDEGGER, 2002, § 72, p. 337, énfasis en el original).

 Hablamos de «desafío hermenéutico» porque el «historiógrafo-intérprete» no persigue encontrar (al enfrentar una realidad pasada) una sola fuente de conocimiento. Busca lo tematizado de la realidad en una genealogía que (por ser tal) es discontinua y recorre las distintas regiones del saber empírico, caprichosamente divididas. Hace del saber una arqueología.

Michel Foucault introdujo la voz «arqueología» para referir a una forma de análisis del saber que define los discursos bajo la forma de pensamientos, representaciones, imágenes, temas, «en tanto prácticas que obedecen a unas reglas». La arqueología pretende «definir los discursos en su especificidad», o sea, precisar los distintos órdenes del conocimiento: reconocer el suelo donde se entrecruzan esos órdenes (FOUCAULT 1997, p. 233-234; 265). La voz «genealogía», dentro del lenguaje filosófico, es de autoría de Nietzsche. Mientras la voz «origen» parece evocar siempre una «procedencia» única (Ursprung) sin fisuras, la «genealogía» habla de una «procedencia» donde pululan «mil sucesos perdidos hasta ahora» (Herkunft) (FOUCAULT 1969, p. 12). Atiende a una «procedencia» en la que todo es disperso, percibe los accidentes ínfimos. Opera como el «rizoma», metáfora que dice de raíces que se cruzan, que se confunden entre ellas, «de articulación de lo múltiple», como lo hace el cerebro a través de «todo un sistema aleatorio de posibilidades», de discontinuidad, de ruptura y de multiplicidad (cf. DELEUZE; GUATARRI 2010, p. 16, 30, 35-36).

 La genealogía «remueve aquello que se percibía inmóvil; fragmenta lo que se pensaba unido; muestra la heterogeneidad de aquello que se imaginaba conforme a sí mismo» (FOUCAULT 1969, p. 13). A la «genealogía» le cabe perfectamente el interpretar, porque busca en lo intrincado para extraer alguna conclusión transparente, persigue ir al «fondo del fondo» (FERRATER MORA 1975a, p. 747, s.v. «genealogía»). Nietzsche designa, a veces, la «genealogía como la Historia real o efectiva (wirkliche Historie)» (NIETZSCHE 2002, § 7, p. 272; FOUCAULT 1969, p. 18). «Verdadera historia» porque se trata de una «genealogía de los distintos modos posibles del ser», algo que es anterior «al preguntar óntico de las ciencias positivas». Se trata de retroceder hacia «una fuente más esencial» y el verdadero progreso hacia esa fuente esencial no lo proporciona la ingenua y rudimentaria investigación científica que sólo da cuenta de lo que cabe en su propia región científica. La indagación genealógica «tiene que ser anterior a las ciencias positivas», de allí que no sea «lo primario filosóficamente una teoría de la formación de los conceptos en la historiografía, ni la teoría del conocimiento historiográfico […], sino la exégesis del ente peculiarmente histórico, en punto justamente a su historicidad» (HEIDEGGER 2002, § 3, p. 18-19). Proceder genealógicamente dice de avanzar hacia el objeto tematizado, munido el estudioso de conocimiento propio, esto es, abarcativo de sus distintas perspectivas y no acotado a una región empírica específica.

 Hablamos de «desafío hermenéutico», por entender que la estructura del gestarse histórico supone adquirir una comprensión «ontológica» de la historicidad, que es hacerlo de la temporalidad original. En estos «orígenes» reside el lugar del problema de la historia, que ésta no debe buscar en la historiografía como ciencia de la historia (HEIDEGGER 2002, § 72, p. 336). «¿Cómo puede la historia venir a ser objeto en general de la Historiografía?» El cómo «es cosa que sólo cabe sacar de la forma de ser de lo histórico, de la historicidad, en cuanto arraigada en la temporalidad» (HEIDEGGER 2002, § 72, p. 336). De allí que toda posible tematización historiográfica encuentre su raíz en la historicidad. Es un desafío hermenéutico, porque exhibe las limitaciones del saber historiográfico y señala que el lugar de la auténtica historia reside en la historicidad y no en el factum cotidiano.

 Comprender-interpretando es abrirse a las posibilidades del ente. Avanzar con esa intencionalidad permite hacerlo hacia el conocimiento auténtico del ente. Contrariamente, avanzar a través del vulgar y cotidiano constatar datos enhebrados unos con otros contribuye a cerrar toda posibilidad comprensora. Apuntar que este comprender impropio (vulgar) dice de operar «objetivamente» supone negar al sujeto como ente. Quien, frente a una sumatoria de «testamentos» pretéritos, los ve como simples presencias «ante los ojos» sin «ver en torno» sólo ha procedido a desenterrar fragmentos de un pasado cuyas cláusulas se cierran como fuentes quedando los mismos como testigos mudos de un tiempo sido. Nada se dice del por qué de la cuestión relevada, del para (qué) de la misma, del «mundo» construido por los entes que dejaron inscriptas determinadas voces. Sucede que sólo le importa al historiógrafo «tematizar» algo, ensamblar el conjunto y parafrasear alguna conclusión. Se trata, en fin, de clausurar toda posibilidad de auténtica comprensión.

El dominio empírico de la historia se impone, prescindiendo de los otros dominios: la realidad, al recortarse, deriva en algo impertinente, pues carece de pertinencia la exhibición de un tema donde el historiógrafo se desconoce como ente histórico; y esto dice aún más: desconoce que es un «ser» que se juega en su decir y en su hacer. «Ser yo no es ser objeto, sino ser aquello para lo que algo es objeto» (HUSSERL 1949a, p. 317).

Esa «cuestión testamentaria», convertida en tema de investigación, merece para este historiógrafo considerarse histórica por el simple hecho de constituir un tejido de fragmentos de legajos de archivo. A quien se lanza a ese trabajo viendo sólo lo que se encuentra «ante los ojos» fuera de todo «mundo», se le oculta por tanto que «aborda un mundo que ya no es» y, en consecuencia, que aquello tematizado resulta apenas un ente flotante. Ignora que lo tematizado (el factum) vale en tanto proyectado sobre un fondo de mundo al que no se puede obviar con el pretexto de la «especialización»; «especialización» que no resulta otra cosa que la mutilación del objeto abordado, a la vez que dice de mutilación de quien la aborda. Desconoce que un ente «es histórico porque pertenece a un mundo» y que ese ente es comprensión en su base. De allí que previo a todo pesquisar se le imponga al historiógrafo renunciar a su omnipotencia antropológica y «encontrarse», o sea, sentirse que es (GAOS 1971, p. 44; HEIDEGGER 2002, § 29, p. 128). Luego podrá (en conciencia) comenzar la tarea de «abrir» el objeto de estudio en una apertura que lo lanzará primero hacia ese mundo sido reducido a conciso esbozo temporal y, entonces, comenzar la exégesis de ese objeto que la tematización ocultó (HEIDEGGER 2002, § 69, p. 325-326). Se advierte, en fin, que el «ente mundano y el mundo pasado» no es dable rescatarlos preñados de sustantividad de manera alguna y que la tarea emprendida por ese historiógrafo no se salva en aras de la «objetividad» (cf. NOIRIEL 1997, p. 307) o «ilusión referencial» (BARTHES 1971, p. 16).

 La tesis «el ser ahí» es histórico no mienta sólo el factum óntico de que el hombre represente un «átomo» más o menos importante en el tráfago de la historia del mundo, no pasando de ser el juguete de las circunstancias y los sucesos, sino que equivale a plantear este problema: ¿hasta qué punto y en razón de qué condiciones ontológicas es inherente a la subjetividad del sujeto «histórico» la historicidad como cuestión esencial? (HEIDEGGER 2002, § 73, p. 341, énfasis en el original).

 «Desafío hermenéutico» es desafío a la «objetividad». Con esa última palabra se denomina un estado en el que el historiador, distanciándose, observa un acontecimiento, así como a todos sus móviles y consecuencias, con tal pureza que deja de surtir un efecto sobre el sujeto (NIETZSCHE 2002, p. 82). Ese distanciamiento intencional resulta ofensivo debido a la vanidad del historiógrafo que ve en esa actitud de indiferencia la mentada objetividad (CF. NIETZSCHE 2002, p. 88; cf. GAY 1990, p. 177-180). Hablamos ya de «círculo hermenéutico», lo cual indica comprender sobre la base de un «tener previo» y un «ver previo», que concluye en un «concebir previo». Esta plataforma de «pre-conocimiento» constituye el comienzo del abrir del objeto, que deberá concluir con el arribo a la genealogía del mismo, es decir, a una instancia en la que comienza a abrirse desde distintas perspectivas del saber (cf. HEIDEGGER 2002, § 32, p. 142).

En suma, es esa interpretación «auténtica» de algo como algo la que le permite al intérprete avanzar ontológicamente hacia el objeto, abrirlo existenciariamente. Eso es tanto como decir que ese objeto no se define en una unidad histórica, sino dentro de un plexo de conocimientos que no pueden ser soslayados ni apartados (Cf. HEIDEGGER 2002, § 32, p. 141). Cuando los entes son «descubiertos, decimos que tienen sentido». Pero «lo comprendido no es el sentido, sino los entes». Ese sentido por el que algo resulta comprensible como algo es el «sobre el fondo de qué» se encuentran proyectados el «tener», el «ver» y el «concebir» «previos». Sin ese «previo» nada resulta comprensible. El sentido es el «estado de abierto» inherente al comprender (HEIDEGGER 2002, § 32, p. 143). El ente es lo que comprendo y «la interpretación es el desarrollo del comprender». Interpretar es apropiarse de lo comprendido (HEIDEGGER 2002 § 32, p. 140; § 34, p. 150-151). Ese desafío es desafío de la comprensión e indica que algo debe ser comprendido de determinada manera. El simple «ver» es ya «en sí mismo interpretativo-comprensor» y ese «ver» «previo» es anterior a toda proposición temática. Sobre un cierto «documento» (antes de cualquier acercamiento explícito) hay lanzado un «previo» «ver» que luego se convertirá en base para la estructuración temática (HEIDEGGER 2002, § 32, p. 141).

La estructuración temática del historiógrafo debe contemplar el «documento» como una fuente discontinua, donde conviven regiones de saber que fueron arbitrariamente separadas y a las que debe abrir. En el simple «ver», que significa «dirigir la vista» a un cierto «contenido fáctico», éste ya aparece concebido como tal. Luego vendrá la interpretación articulada que supone el «ver a través de» y «en torno a», que impone aguzar la percepción dirigida a las distintas perspectivas del saber que reclaman sus derechos al acto de «apertura» del ente. Distintas capas de «ver», que alcanzan la forma de mirada, de comprensión, van acercando al historiógrafo al objeto que se propone abrir. Para que tal estado de apertura se produzca, él debe dejarse llevar por el acto comprensor que va más allá de sus herramientas metódicas, pues, librado sólo a ellas, lejos de abrir el objeto, contribuye a cerrarlo doblemente.

Se trata de un desafío hermenéutico que impone no regocijarse por el comprender «rigurosamente especializado» que adviene del recorte intencional sobre el «todo» de la especialidad que le ocupa. Atrincherarse en torno al objeto dice de la negación misma del comprender que interpreta y que lo hace «viendo a través de» y «en torno a», es decir, buscando abrir caminos que orienten ontológicamente. Impone también, y fundamentalmente, hacer frente al goce por sumergirse en la llamada «subespecialidad»: saber fragmentado, por un lado, por la región empírica llamada «historia»; por otro, por la «especialidad» dentro de ella y, como expresión suprema, por la «subespecialidad» y, aún más, por la «microespecialidad».

Ahora bien, esa llamada hacia lo microscópico encuentra una explicación biológico-cultural. Ese refugio en la «microespecialidad» dice menos de una vocación por el examen exhaustivo de «algo» y más del temor al riesgo que supone adentrarse en las vías sinuosas del conocimiento que conduce al «todo» que integra la «parte» que examina. El «especialista» sólo es posible en tanto habitante de un paradigma que proyecta entes fragmentados sin fibra humana. Conocer el «todo» no se reconoce como posibilidad, como «poder ser» que dice de poner en juego el «ahí» comprensor. Operar desde las trincheras de la «microespecialidad» guarda sentido para sujetos que desconocen el «hacer frente a».

 La interdisciplinaridad no resulta una opción, puesto que su raíz es resultante de la misma patología individualista. Lo interdisciplinario es una sumatoria de «partes» en la que cada parte puja con la otra en la lucha por el dominio empírico. Se trata del encuentro entre eruditos de un sólo tema, cuando el progreso del conocimiento impone conquistarse como «poder ser» que se «proyecta» hacia una visión holística del conocimiento. ¿Podríamos preguntarnos si ese historiógrafo menosprecia como irrelevante esa referencia al «todo»? La respuesta nos diría que no hay tal menosprecio, sino desconocimiento de las esencias, de la sustantividad del conocimiento en tanto interpretativo-comprensor. El paradigma que ha creado la subjetividad del discurso unívoco es deriva ontológica y, por tanto, el «especialista», hablado por su paradigma, sólo se reconoce en las «partes». Nada de miradas «rizomáticas», nada de «hacer frente» al «saber-poder» de la variopinta especie de académicos y altos mandos de las cátedras que, con ojo amenazador, vigilan desde sus «nichos» privilegios adquiridos. Nunca se advierte, desde el discurso hegemónico postmoderno de la «omnipotencia antropológica», que el no poder «existir-por sí» una parte no-independiente quiere decir que los objetos no-independientes son objetos de especies puras respecto de las cuales existe la ley de esencia que dice que esos objetos, si existen, sólo pueden existir como partes de todos más amplios de cierta especie correspondiente .

 ¿[Acaso] fragmentar la duración de un proceso concreto [no] es fragmentar el proceso mismo? (HUSSERL 1949a, p. 257; 1949b, p. 283, nuestro énfasis).

¿Podrá objetarse esta reflexión? En el ámbito de la obturación del pensamiento como expresión del ser sí puede objetarse. Se dirá que tales afirmaciones pertenecen a otro campo, vale decir, al filosófico, y bastará el sinsentido (y lo academicista lo es por antonomasia) para ahuyentar y desmerecer cualquier mirada hereje. Pero: ¿acaso no se encuadra ese accionar historiográfico dentro de las llamadas por Husserl «ontologías regionales» (ya «reales», ya «ontológicas» o «problemáticas»?) No, pues las «ontologías regionales» son precisamente esas ciencias de las que dependen los hechos en virtud de su región respectiva y todas las ciencias de hechos dependen también de una ciencia ontológica que no se limita a ninguna región, sino que las abarca a todas.

 ¿Por qué? Porque Husserl da el nombre de «región» a cada ámbito que tiene por límite superior un género y por límite inferior las diferencias ínfimas de ese género. Así, pues, sostener que tal individuo pertenece a cierta región, significa que es un caso individual de alguna de las esencias universales que integran la región de que se trate (v. gr., historia) (Cf. HUSSERL 1949b, p. 30-32).3 ¿Qué le dice esto al historiógrafo? Debería decirle que conocer es avanzar sobre el «todo» y que debe leer los documentos proyectados sobre un contexto.4

3 Cf. (HUSSERL 1949b, p. 32-35) para una visión más completa de la voz «región» y su carácter esencial y material o fáctico, § 10. Región y categoría. La región analítica y sus categorías. Véase también (CHAUÍ 1997, p. 238).
4 Cf. sobre Husserl (NOIRIEL 1997, p. 80).


Echando mano libremente de las palabras de Deleuze y Guatarri, es dable afirmar que el discurso hegemónico es aquel que responde a la imagen del «árbol» o pensamiento único: «sistemas jerárquicos [que] implican centros de significancia y de subjetivación, autómatas centrales como memorias organizadas». Nos encontramos, pues, avanzando sobre un campo más amplio que el del historiógrafo, hacia la «"imaginería de las arborescencias de mando" (sistemas cerrados o estructuras jerárquicas)» (DELEUZE; GUATARRI 2010, p. 37-38).

La interpretación cotidiana y vulgar siempre rehúsa una ontología enderezada a dar al ente fáctico la base adecuada. Actuar desde una hermenéutica ontológica importa poner en libertad al ser original del «ser ahí», o sea, a la comprensión. Pero «esto es algo que más bien ha de arrancársele a éste, marchando contra la tendencia a la interpretación [puramente mundana]». Para la interpretación cotidiana, con sus pretensiones de suficiencia y de ser algo tranquilamente comprensible «de suyo», el análisis existenciario tiene constantemente el carácter de algo «violento» (HEIDEGGER 2002 § 63, p. 281). Desde la «mirada hermenéutica» que se aparta del simple «ver ante los ojos», la tematización obsesiva bajo la forma de «subespecialidad» o «microespecialidad» lejos se encuentra de acercar luz al objeto de estudio, y sólo una «mirada comprensora» ontológicamente orientada puede desplazar la tematización de su eje de privilegio para formar parte de un plexo más amplio. Ahora bien, avanzar por el camino del «saber propio o auténtico» impone necesariamente aceptar la «previa» turbiedad de la «mirada impropia».

 Avanzar ontológicamente no dice que vaya a recuperarse análogamente el ente pasado («sido»), aquel que el historiógrafo que sólo «ve ante los ojos» contempla en la única dimensión de lo «impropio» y «vulgar». Importa sí «avanzar ontológicamente hacia el objeto». Para ello debe entenderse que «la construcción ontológico-existenciaria de la historicidad tiene que conquistarse en contra de la encubridora interpretación vulgar de la historia del ser». De allí que la premisa de toda investigación debe centrarse en los factores que pasan comúnmente por esenciales para la historia. La exégesis que «exige una mirada puramente ontológica» es el hilo conductor para llevar a cabo la «construcción existenciaria de la historicidad» (HEIDEGGER 2002, § 34 B., p. 156; § 72, p. 336). El desafío hermenéutico deja en evidencia que el operar del historiógrafo ve al ente histórico sólo «ante los ojos» y no «a través de» ni «en torno a». Esto dice que al apresar la «parte» emboza el «todo» (el «mundo») y, como entiende que el «todo» se explica «de suyo», la «parte» también se le escurre. En suma, el desafío hermenéutico propone desconfiar de la veneración «histórico-anticuaria»; propone «dejar de huir ante el pensar».


A manera de conclusión
Todo pueblo necesita […] cierto conocimiento del pasado con vistas a la construcción de su futuro. Sin embargo, no lo necesita como esa bandada de pensadores puros que sólo asisten a la vida desde fuera, o como aquellos individuos ávidos de sabiduría que se contentan con el mero conocimiento, y que hallan en su acumulación un objetivo en sí (NIETZSCHE 2006, p. 50).

¿Se puede ser culto y prescindir de «cultura histórica»? Enfáticamente: sí. La cultura historiográfica, tal como solemnemente se impuso en el siglo XIX, conformó un saber rotundamente «impropio», «inauténtico» en tanto representado como «cosa-en-sí». Al doblar el siglo XX, la historia ya no se encontraba en el centro del saber. No obstante, dejó como herencia la convicción de que en los retazos del pasado se podía hallar siempre alguna respuesta a las inquietudes del presente. El pensamiento evanescente y dietético postmoderno, con su «daltonismo cognitivo» y hábilmente orientado desde las usinas del «saber-poder», encontró en la historia «vulgar», en la apariencia ilusoria de las representaciones historiográficas (HEGEL 1983, p. 49-50) una valiosa herramienta.

Importa siempre insistir: los rasgos de la subjetividad inscripta en el discurso hegemónico se caracterizan por la «pérdida del sentido activo de la historia, sea como esperanza o como memoria» (ANDERSON 2000, p. 79). Otra discursividad opera dispersa en las sombras: ¿surgirá de allí una nueva subjetividad que se muestre «perpleja por no comprender la expresión "ser"»?


Bibliografía general
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Rubén Darío Salas
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210
história da historiografia • ouro preto • número 10 • dezembro • 2012 • 193-210

domingo, 21 de abril de 2013

EL 18A (2013): UNA SÍNTESIS DE CULTURA DE LA MUERTE Y DE RELATIVISMO ÉTICO


El 18  «A», como la abreviatura de Abril lo muestra, expresa esa actitud mimética nacida en otras realidades ante situaciones muy similares a aquellas que los argentinos experimentamos en el año 2000. Pero no se trata sólo de una abreviatura, sino en todos los casos (foráneos y autóctonos) de atonía cognitiva. La palabra es la morada del humano; la negación de ella, su contractura, su fragmentación, dice de la fragmentación de quienes se expresan; dice de una cultura totalitaria que, es tal, porque quienes la integran se han inoculado el virus que conduce a una muerte lenta pero segura. Han debilitado la entraña de su «ser»: la «comprensión». La cultura de la muerte (totalitaria) sólo deja espacio para aquello que Orwell llamó «neo-habla».

 ¿Quiénes se expresaron en esa Jornada? Empleando la categoría denominada por el sociólogo alemán Max Weber «ideal-tipo» (modelo teórico de generalización), puede diseñarse el siguiente encuadre: ese día se expresó la clase alta, la clase media alta, la que en otros tiempos los sociólogos denominaron clase media «típica» y un fenómeno ya instalado en el año 2003: aquellos caídos de su espacio de pertenencia (clase media «típica») y devueltos, por obra de las circunstancias (mejorías materiales implementadas por las administraciones Kirchner / Fernández de Kirchner), a su habitat originario.

 Se trata (en fin) de un fenómeno singular que «resucitó» por obra de la administración instalada a partir del año 2003. Sin embargo, tal fenómeno reviste algunas notas de interés, pues sucede que (generalmente) en una «sociedad-mundo» materialista, aquel que asciende en razón de determinado modelo de acción política, entiende que su nueva situación es obra exclusiva  de su propio esfuerzo, al tiempo que cierra filas y hace de aquellos que no logran tal ascenso (los mismos con los que había compartido su desgracia) objeto de explícito desprecio, denigrándolos con epítetos varios. Actitud que (claro está) extienden a todo el arco social descendente.

 Es dable dividir a la clase media «típica» en dos subgrupos: (1) aquel que interpreta la realidad con carga de odio y resentimiento hacia la figura gobernante (a quien ven como un «otro») y se «construye» como si su grupo de pertenencia lo constituyeran los sectores sociales altos y medio-altos de la población. Sub-grupo que adopta groseramente los signos gestuales y léxicos de estos sectores; los mismos que actuarían como sus verdugos si la situación mudara y algo similar a ese pasado no muy lejano regresara.

 A manera de ejemplo: pertenece a ese sub-grupo  (y el que enseguida mencionaremos) aquel que en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires encuentra en el Jefe de Gobierno su referente. Vale decir, hace de alguien integrante de los sectores más favorecidos de la sociedad y que siente repugnancia por los advenedizos, su emblema.  Sucede que, la clase media «típica» y, dentro de ésta y con mayor fuerza, los sectores que recuperaron su status, sufren del síndrome de la «mujer golpeada»: requieren ser violentados, vejados, agraviados de distintas formas y se regocijan con todo lo que expresa el autoritarismo más auténtico, sobre todo porque tal Jefe de gobierno muestra rasgos de una psicopatía clínica explícita. Con él tienen garantizado (como lo tendrían con aquellos políticos que lo acompañan en actitud) que van a ser exterminados. Formados en un «sistema-mundo» corrupto, que los atraviesa (nos atraviesa) con distinto énfasis, proyectan la voz «corrupción» afuera, en un «otro», pero renuncian a reconocerse como parte de ella: proyectan también lo que reprimen.

 (2) Pero estos efectos de una cultura totalitaria y del relativismo ético (que George Orwell desnudó en su obra «1984» y Hannah Arendt en «Los orígenes del totalitarismo») encuentran su nivel más explícito en el otro sub-grupo de esa recuperada clase media (el más primario). Se trata de aquel al que el pensamiento reflexivo le es vedado. Martín Heidegger caracterizó esta realidad en su obra «Ser y tiempo» (§ 35) con la expresión «estado de interpretado». Se encuentra en este «estado» quien sólo repite consignas; su «estado» es el del «constante desarraigo». No analiza, ni interpreta; no habla sino que «es hablado».

¿Se asemeja lo acontecido ese día 18 DE ABRIL DE 2013 a aquello que en otros tiempos se denominaba conato de «golpe de Estado»?
 
Claramente, sí, de manera conciente en unos y no conciente en otros.

martes, 2 de abril de 2013

Tremendo orgullo


No tengo palabras suficientes para agradecer tanto cariño y tanta consideración, que seguramente no merezco. Un gran abrazo a todos los nuevos Doctores en Ciencias Jurídicas y Sociales.

Não tenho palabras suficientes para agradecer tanto carinho e consideração, que certamente não mereço. Um grande abraço a todos os novos Doutores em Ciências Juridicas e Sociais.

martes, 26 de marzo de 2013

SEMANA SANTA DEL AÑO 2013


Con estas notas me interesó rendir un homenaje a una Iglesia que encontró, entiendo, en el papa Benedicto XVI la posibilidad de iniciar el camino para aquello que suele denominarse «otro mundo es posible».
            Los textos escogidos constituyen una advertencia sobre los males que pueden sobrevenir, o mejor, sobre la profundización de los males que ya se encuentran arrasando hombres, impidiéndoles construirse como «personas».
            La Iglesia de Roma no expresa sólo una idea religiosa, es un poder mundial que encierra la posibilidad de ayudar a la consumación del secularismo individualista o que (contrariamente) puede magistralmente formar para la libertad. Un film titulado V de Venganza, expresa en sus escenas finales el significado revolucionario de la libertad.
            La realidad de la Iglesia en este momento preciso continúa exhibiendo aquello que en las diamantinas homilías me atreví a subrayar.
            Creo encontrar en este pontífice el símbolo de todos los oprimidos, aquellos cuya voz no es escuchada; aquellos que ni aún gritando son escuchados. El pontífice gritó finalmente a través de sus textos.
            Reproduje la imagen de la sonrisa tímida, de quien en sus últimos días de pontificado mostró su sencillez, aquella que lo acompañó durante todo su pontificado.
            El Sacro Colegio de Cardenales realizó su elección. Parecería que el «Espíritu Santo» hubiera estado ausente a la hora de la elección, o que «algo» hubiera afectado la audición espiritual.
            El resultado fue la elección de un nuevo papa: su sonrisa amplia y desbordante resulta un contrate con la anterior: expresa la felicidad terrena, es la risa burlesca, estentórea y vulgar, toda ella que se me aparece como un signo diabólico.
            Deseo que Francisco I, el apóstata (el «papa-espectáculo») sea sacudido por un rayo de sacralidad y que realmente pueda ver a los humillados; no instrumentalizar lo sagrado  sino convertirse en instrumento de ese Dios cuyas enseñanzas debería comenzar a practicar.
            Que el nuevo año religioso comience a presenciar ese nuevo camino.

                
SEMANA SANTA DEL AÑO 2013 - SU SANTIDAD BENEDICTO XVI (ABRIL 2005 - FEBRER0 2013)

 

«BENTO XVI CONTRA A CULTURA DA MORTE» (Benedicto XVI contra la Cultura de la Muerte). EN: REVISTA VEJA, RIO DE JANEIRO, ANO 46, Nº 8, 20 DE FEVEREIRO DE 2013)

(Traducción parcial)

 

«HIPÓCRITAS. ISAÍAS ESTABA EN LO CIERTO SOBRE USTEDES: 'ESA GENTE ME HONRA CON PALABRAS, PERO SU CORAZÓN ESTÁ LEJOS DE MÍ. ES VANA SU ADORACIÓN POR MÍ' ..."
 
A continuación reproducimos la declaración de Benedicto XVI, en el Consistorio Ordinario Público, de 10 de febrero, anunciando su renuncia al Pontificado.

 

            "Al anunciar que dejará el pontificado el próximo día 28 [febrero], el papa Benedicto XVI tomó la más osada decisión en su lucha contra la CULTURA DE LA MUERTE e contra el RELATIVISMO, que hoy reivindican el estatuto de un humanismo superior y que se infiltraron en el seno de la Iglesia Católica. En muchos aspectos, son los enemigos más poderosos y articulados que ella jamás enfrentó.

            El Sumo Pontífice empeñado en la preservación de la Ciudad de Dios, para recordar a San Agustín (354-430), de quien es admirador confeso, apeló a la experiencia del cardenal Joseph Ratzinger, un profundo conocedor de la «CIUDAD DE LOS HOMBRES», y actuó. El teólogo más influyente de la Iglesia en los últimos 35 años puede, así, articular la propia sucesión. En los días que seguirán al anuncio de la decisión, el papa nos dijo gran parte de lo que le atribuyeron y habló mucho más de lo que muchos percibieron.
            Al renunciar, definió un camino.
            Lector, Ud. puede no creer en Dios, pero evite el ridículo en que cayeron muchos colegas, de aquí [Brasil] y de afuera, de no creer en la claridad de la Iglesia.
            El Miércoles de Cenizas, delante de los Cardenales, Benedicto XVI censuró «los GOLPES DADOS CONTRA LA UNIDAD DE LA IGLESIA» y «las divisiones en el cuerpo eclesial».
            En el fragmento más significativo de su homilía, la cual fue poco destacada, ditó al apóstol Paulo:
«El denuncia la HIPOCRESÍA RELIGIOSA, el comportamiento que desea exhibirse, los HÁBITOS QUE PROCURAN EL APLAUSO Y LA APROBACIÓN. El verdadero discípulo no se  sirve a sí mismo ni al público, sino a su Señor, en la simplicidad y en la generosidad»
 
            Al día siguiente, en un encuentro con sacerdotes de la Diócesis de Roma, instó a «trabajar para la realización VERDADERA del Concilio [Vaticano II] y para la verdadera renovación de la Iglesia".
            Los «golpes contra la unidad de la Iglesia»  y las «divisiones en el cuerpo eclesial» no remiten a las pequeñeces de los bastidores del Vaticano.  Es un error leer la vida intelectual de la Iglesia como quien analizaba las divisiones internas del Kremlin, y analiza ahora las del Palacio de Planalto. No se están discutiendo  [cuestiones menores]. .. El catolicismo es un poco más complejo. Al citar a San Pablo y recordar que «el verdadero discípulo no se sirve a sí mismo ni a su público, sino a su Señor», Benedicto XVI está afirmando lo obvio, frecuentemente olvidado hasta por la jerarquía religiosa, especialmente por los partidarios de cierta «Escatología de la Liberación»: para los católicos, la Iglesia no es autora de una verdad humana, sometida a una permanente revisión, sino depositaria de una verdad revelada por Dios, que es eterna.
            La confusión no hizo más que aumentar cuando el papa afirmó la necesidad de trabajar para «la realización VERDADERA del Concilio Vaticano II» y para «la verdadera renovación de la Iglesia» Se ignoró el adjetivo «VERDADERO», dicho y reiterado, y se dio relevancia a la «RENOVACIÓN».
            Benedicto XVI estaría, así, admitiendo la propia obsolescencia y la de la institución que dirige.
            El CONCILIO tuvo dos fases, la buena y la mala. Con él el catolicismo buscó abrirse más a la experiencia comunitaria, un retorno a los orígenes. Hizo bien. Es preciso radicalizar esa experiencia. Pero se dejó infiltrar por el proselitismo ideológico de izquierda, sustituyendo, especialmente en los años '60 y '70, los Evangelios por una versión de la lucha de clases aún más primitiva que la de los comunistas. En los días que corren, esa expresión particular del LAICISMO degeneró en lo que aquí se llama «CULTURA DE LA MUERTE» [...]  y en el RELATIVISMO, según el cual la verdad revelada por Cristo se iguala a cualquier otra. No para la Iglesia. No para los católicos.
            La «verdadera renovación» de Benedicto XVI significa la reiteración de fundamentos que no son ni viejos ni reaccionarios, sino eternos. Para quien cree, es evidente.
            Decisión como esa no se toma de manera impensada, mucho menos en soledad. Cuando se hizo público su mensaje en homenaje al Día Mundial de la Paz, el día 1º de enero, Benedicto XVI ya tenía trazado el camino de la Iglesia. Y en él se lee con todas las letras y sin ninguna ambigüedad:
 
«Condición preliminar para la paz es el desmantelamiento de la DICTADURA DEL RELATIVISMO y de la apología de una moral totalmente autónoma, que impide el reconocimiento de lo imprescindible de la ley moral natural inscripta por Dios en la conciencia de cada hombre. La paz es construcción en términos racionales y morales de convivencia, asentándola sobre un fundamento cuya medida no es creada por el hombre, sino por Dios».
            Benedicto XVI es aquel que vino a restaurar en la cristiandad contemporánea la convicción de que FE y RAZÓN pueden convivir e iluminarse mutuamente, como ya quería San Agustín en el siglo V, de quien el papa, en verdad, hace una glosa.
            El jefe de la Iglesia reafirma la herencia de la etapa madura de Agustín, según quien la Divina Providencia dotó al hombre del libre arbitrio --la «ley moral natural inscripta por Dios en nuestra conciencia». Sucede que ese ejercicio de la voluntad, como quería el santo, «solamente es meritoriamente libre en tanto liberado por la gracia de Dios».
            En ese mismo texto, Benedicto XVI atacó a la CULTURA DE LA MUERTE:
 
«El camino para la consecución del bien común y de la paz es, antes que nada, el respeto por la vida humana (...) Quien desea la paz no puede tolerar atentados y crímenes contra la vida. Aquellos que no aprecian suficientemente el valor de la vida humana [...] tal vez no se den cuenta de que, así, están proponiendo la prosecución de una paz ilusoria (...)»
            [...]
En la Encíclica Pacem in Terris de Juan XXIII [cumple 50 años el 11 de abril] [se lee :]   
« [...] Si contemplamos la dignidad de la persona humana a la luz de las verdades reveladas, no podemos dejar de tenerla en estima incomparablemente mayor. Se trata, en efecto, de personas redimidas por la Sangre de Cristo, las cuales con la gracia se tornaron hijas y amigas de Dios, herederas de la gloria eterna».
            Benedicto XVI renunció al comando de esa Iglesia para que la Iglesia no corra el riesgo de renunciar a si misma y a la herencia que nos torna hijos de Dios en tanto hijos del hombre".
                                                                                          Por REINALDO AZEVEDO
NOTA: Las mayúsculas son nuestras.
 

(I)
BENEDICTO XVI
AUDIENCIA GENERAL
Sala Pablo VI
Miércoles 13 de febrero de 2013
 
 
Queridos hermanos y hermanas
Como sabéis —gracias por vuestra simpatía—, he decidido renunciar al ministerio que el Señor me ha confiado el 19 de abril de 2005. Lo he hecho con plena libertad por el bien de la Iglesia, tras haber orado durante mucho tiempo y haber examinado mi conciencia ante Dios, muy consciente de la importancia de este acto, pero consciente al mismo tiempo de no estar ya en condiciones de desempeñar el ministerio petrino con la fuerza que éste requiere. Me sostiene y me ilumina la certeza de que la Iglesia es de Cristo, que no dejará de guiarla y cuidarla. Agradezco a todos el amor y la plegaria con que me habéis acompañado. Gracias. En estos días nada fáciles para mí, he sentido casi físicamente la fuerza que me da la oración, el amor de la Iglesia, vuestra oración. Seguid rezando por mí, por la Iglesia, por el próximo Papa. El Señor nos guiará.


 
Las tentaciones de Jesús y la conversión por el Reino de los Cielos
Queridos hermanos y hermanas:
Hoy, miércoles de Ceniza, empezamos el tiempo litúrgico de Cuaresma, cuarenta días que nos preparan a la celebración de la Santa Pascua; es un tiempo de particular empeño en nuestro camino espiritual. El número cuarenta se repite varias veces en la Sagrada Escritura. En especial, como sabemos, recuerda los cuarenta años que el pueblo de Israel peregrinó en el desierto: un largo período de formación para convertirse en el pueblo de Dios, pero también un largo período en el que la tentación de ser infieles a la alianza con el Señor estaba siempre presente. Cuarenta fueron también los días de camino del profeta Elías para llegar al Monte de Dios, el Horeb; así como el periodo que Jesús pasó en el desierto antes de iniciar su vida pública y donde fue tentado por el diablo. En la catequesis de hoy desearía detenerme precisamente en este momento de la vida terrena del Señor, que leeremos en el Evangelio del próximo domingo.
Ante todo el desierto, donde Jesús se retira, es el lugar del silencio, de la pobreza, donde el hombre está privado de los apoyos materiales y se halla frente a las preguntas fundamentales de la existencia, es impulsado a ir a lo esencial y precisamente por esto le es más fácil encontrar a Dios. Pero el desierto es también el lugar de la muerte, porque donde no hay agua no hay siquiera vida, y es el lugar de la soledad, donde el hombre siente más intensa la tentación. Jesús va al desierto y allí sufre la tentación de dejar el camino indicado por el Padre para seguir otros senderos más fáciles y mundanos (cf. Lc 4, 1-13). Así Él carga nuestras tentaciones, lleva nuestra miseria para vencer al maligno y abrirnos el camino hacia Dios, el camino de la conversión.
Reflexionar sobre las tentaciones a las que es sometido Jesús en el desierto es una invitación a cada uno de nosotros para responder a una pregunta fundamental: ¿qué cuenta de verdad en mi vida? En la primera tentación el diablo propone a Jesús que cambie una piedra en pan para satisfacer el hambre. Jesús rebate que el hombre vive también de pan, pero no sólo de pan: sin una respuesta al hambre de verdad, al hambre de Dios, el hombre no se puede salvar (cf. vv. 3-4). En la segunda tentación, el diablo propone a Jesús el camino del poder: le conduce a lo alto y le ofrece el dominio del mundo; pero no es éste el camino de Dios: Jesús tiene bien claro que no es el poder mundano lo que salva al mundo, sino el poder de la cruz, de la humildad, del amor (cf. vv. 5-8). En la tercera tentación, el diablo propone a Jesús que se arroje del alero del templo de Jerusalén y que haga que le salve Dios mediante sus ángeles, o sea, que realice algo sensacional para poner a prueba a Dios mismo; pero la respuesta es que Dios no es un objeto al que imponer nuestras condiciones: es el Señor de todo (cf. vv. 9-12). ¿Cuál es el núcleo de las tres tentaciones que sufre Jesús? Es la propuesta de instrumentalizar a Dios, de utilizarle para los propios intereses, para la propia gloria y el propio éxito. Y por lo tanto, en sustancia, de ponerse uno mismo en el lugar de Dios, suprimiéndole de la propia existencia y haciéndole parecer superfluo. Cada uno debería preguntarse: ¿qué puesto tiene Dios en mi vida? ¿Es Él el Señor o lo soy yo?
Superar la tentación de someter a Dios a uno mismo y a los propios intereses, o de ponerle en un rincón, y convertirse al orden justo de prioridades, dar a Dios el primer lugar, es un camino que cada cristiano debe recorrer siempre de nuevo. «Convertirse», una invitación que escucharemos muchas veces en Cuaresma, significa seguir a Jesús de manera que su Evangelio sea guía concreta de la vida; significa dejar que Dios nos transforme, dejar de pensar que somos nosotros los únicos constructores de nuestra existencia; significa reconocer que somos creaturas, que dependemos de Dios, de su amor, y sólo «perdiendo» nuestra vida en Él podemos ganarla. Esto exige tomar nuestras decisiones a la luz de la Palabra de Dios. Actualmente ya no se puede ser cristiano como simple consecuencia del hecho de vivir en una sociedad que tiene raíces cristianas: también quien nace en una familia cristiana y es formado religiosamente debe, cada día, renovar la opción de ser cristiano, dar a Dios el primer lugar, frente a las tentaciones que una cultura secularizada le propone continuamente, frente al juicio crítico de muchos contemporáneos.
Las pruebas a las que la sociedad actual somete al cristiano, en efecto, son muchas y tocan la vida personal y social. No es fácil ser fieles al matrimonio cristiano, practicar la misericordia en la vida cotidiana, dejar espacio a la oración y al silencio interior; no es fácil oponerse públicamente a opciones que muchos consideran obvias, como el aborto en caso de embarazo indeseado, la eutanasia en caso de enfermedades graves, o la selección de embriones para prevenir enfermedades hereditarias. La tentación de dejar de lado la propia fe está siempre presente y la conversión es una respuesta a Dios que debe ser confirmada varias veces en la vida.
Sirven de ejemplo y de estímulo las grandes conversiones, como la de san Pablo en el camino de Damasco, o san Agustín; pero también en nuestra época de eclipse del sentido de lo sagrado, la gracia de Dios actúa y obra maravillas en la vida de muchas personas. El Señor no se cansa de llamar a la puerta del hombre en contextos sociales y culturales que parecen engullidos por la secularización, como ocurrió con el ruso ortodoxo Pavel Florenskij. Después de una educación completamente agnóstica, hasta el punto de experimentar auténtica hostilidad hacia las enseñanzas religiosas impartidas en la escuela, el científico Florenskij llega a exclamar: «¡No, no se puede vivir sin Dios!», y cambió completamente su vida: tanto que se hace monje.
Pienso también en la figura de Etty Hillesum, una joven holandesa de origen judío que morirá en Auschwitz. Inicialmente lejos de Dios, le descubre mirando profundamente dentro de ella misma y escribe: «Un pozo muy profundo hay dentro de mí. Y Dios está en ese pozo. A veces me sucede alcanzarle, más a menudo piedra y arena le cubren: entonces Dios está sepultado. Es necesario que lo vuelva a desenterrar» (Diario, 97). En su vida dispersa e inquieta, encuentra a Dios precisamente en medio de la gran tragedia del siglo XX, la Shoah. Esta joven frágil e insatisfecha, transfigurada por la fe, se convierte en una mujer llena de amor y de paz interior, capaz de afirmar: «Vivo constantemente en intimidad con Dios».
La capacidad de oponerse a las lisonjas ideológicas de su tiempo para elegir la búsqueda de la verdad y abrirse al descubrimiento de la fe está testimoniada por otra mujer de nuestro tiempo: la estadounidense Dorothy Day. En su autobiografía, confiesa abiertamente haber caído en la tentación de resolver todo con la política, adhiriéndose a la propuesta marxista: «Quería ir con los manifestantes, ir a prisión, escribir, influir en los demás y dejar mi sueño al mundo. ¡Cuánta ambición y cuánta búsqueda de mí misma había en todo esto!». El camino hacia la fe en un ambiente tan secularizado era particularmente difícil, pero la Gracia actúa igual, como ella misma subrayara: «Es cierto que sentí más a menudo la necesidad de ir a la iglesia, de arrodillarme, de inclinar la cabeza en oración. Un instinto ciego, se podría decir, porque no era consciente de orar. Pero iba, me introducía en la atmósfera de oración...». Dios la condujo a una adhesión consciente a la Iglesia, a una vida dedicada a los desheredados.
En nuestra época no son pocas las conversiones entendidas como el regreso de quien, después de una educación cristiana, tal vez superficial, se ha alejado durante años de la fe y después redescubre a Cristo y su Evangelio. En el Libro del Apocalipsis leemos: «Mira, estoy de pie a la puerta y llamo. Si alguien escucha mi voz y abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo» (3, 20). Nuestro hombre interior debe prepararse para ser visitado por Dios, y precisamente por esto no debe dejarse invadir por los espejismos, las apariencias, las cosas materiales.
En este tiempo de Cuaresma, en el Año de la fe, renovemos nuestro empeño en el camino de conversión para superar la tendencia a cerrarnos en nosotros mismos y para, en cambio, hacer espacio a Dios, mirando con sus ojos la realidad cotidiana. La alternativa entre el cierre en nuestro egoísmo y la apertura al amor de Dios y de los demás podríamos decir que se corresponde con la alternativa de las tentaciones de Jesús: o sea, alternativa entre poder humano y amor a la Cruz, entre una redención vista en el bienestar material sólo y una redención como obra de Dios, a quien damos la primacía en la existencia. Convertirse significa no encerrarse en la búsqueda del propio éxito, del propio prestigio, de la propia posición, sino hacer que cada día, en las pequeñas cosas, la verdad, la fe en Dios y el amor se transformen en la cosa más importante.


Saludos
Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular a los grupos provenientes de España, Perú, México y los demás países latinoamericanos. Invito a todos en este tiempo de Cuaresma a renovar el compromiso de conversión, dejando espacio a Dios, aprendiendo a mirar con sus ojos la realidad de cada día. Muchas gracias.
 
© Copyright 2013 - Libreria Editrice Vaticana
 
 
NOTA: subrayados nuestros.

 




(II)

Homilía de Benedicto XVI en el Miércoles de Ceniza

13 febrero, 2013


Homilía de Su Santidad

BENEDICTO XVI

Basílica Papal de San Pedro

Miércoles de Ceniza, 13 de febrero de 2013




 



Venerables Hermanos, queridos hermanos y hermanas:

Hoy, Miércoles de Ceniza, iniciamos un nuevo camino cuaresmal, un camino que se desarrolla por cuarenta días y que nos conduce al gozo de la Pascua del Señor, a la victoria de la Vida sobre la muerte. Nos hemos reunido para la Celebración de la Eucaristía siguiendo la antiquísima tradición romana de las stationes cuaresmales. Tal tradición prevé que la primera statio tenga lugar en la Basílica de Santa Sabina sobre la colina romana del Aventino. Las circunstancias han sugerido reunirnos en la basílica Vaticana. Esta tarde somos muchos los que nos encontramos alrededor de la Tumba del Apóstol Pedro para pedir también su intercesión para el camino de la Iglesia en este momento particular, renovando nuestra fe en el Pastor Supremo, Cristo Señor. Es para mí una ocasión propicia para agradecer a todos, especialmente a los fieles de la Diócesis de Roma, mientras me preparo a concluir el ministerio petrino, y para pedir un particular recuerdo en la oración.

Las Lecturas que han sido proclamadas nos ofrecen ocasiones que, con la gracia de Dios, estamos llamados a convertir en actitudes y comportamientos concretos en esta Cuaresma. Ante todo la Iglesia nos vuelve a proponer, el enérgico llamado que el profeta Joel dirige al pueblo de Israel: «Dice el Señor todopoderoso: convertíos a mí de todo corazón, con ayuno, con llanto, con luto» (2,12). Es subrayada la expresión «de todo corazón», que significa desde el centro de nuestros pensamientos y sentimientos, de la raíz de nuestras decisiones, elecciones y acciones, con un gesto de total y radical libertad. Pero ¿es posible este retorno a Dios? Sí, porque hay una fuerza que no reside en nuestro corazón, sino que se libera del corazón mismo de Dios. Es la fuerza de su misericordia. El profeta dice todavía: «Convertíos al Señor, Dios vuestro, porque es compasivo y misericordioso, lento a la cólera, rico en piedad, y se arrepiente de las amenazas» (v.13). El retorno al Señor es posible como ‘gracia’, porque es obra de Dios es fruto de la fe que reponemos en su misericordia. Pero este retornar a Dios se vuelve realidad concreta en nuestra vida sólo cuando la gracia del Señor penetra en lo profundo y lo sacude donándonos la fuerza de «lacerar el corazón». Es el profeta una vez más que hace resonar de parte de Dios estas palabras: «Rasgad los corazones, no las vestiduras» (v.13). En efecto, también en nuestros días, muchos están listos a “rasgarse las vestiduras” ante escándalos e injusticias – cometidas naturalmente por otros –, pero pocos parecen dispuestos a actuar sobre el propio “corazón”, sobre la propia consciencia y sobre las propias intenciones, dejando que el Señor transforme, renueve y convierta.

Aquel «convertíos a mí de todo corazón», es un llamado que no sólo involucra al individuo, sino a la comunidad. Hemos escuchado siempre en la primera Lectura: «Tocad la trompeta en Sión, proclamad el ayuno, convocad la reunión; congregad al pueblo, santificad la asamblea, reunid a los ancianos, congregad a muchachos y niños de pecho; salga el esposo de la alcoba» (vv.15-16). La dimensión comunitaria es un elemento esencial en la fe y en la vida cristiana. Cristo ha venido «para reunir a los hijos de Dios que estaban dispersos» (Cfr. Jn 11, 52). El “Nosotros” de la Iglesia es la comunidad en la que Jesús nos reúne (Cfr. Jn 12, 32): la fe es necesariamente eclesial. Y esto es importante recordarlo y vivirlo en este Tiempo de la Cuaresma: que cada uno sea consiente que el camino penitencial no lo enfrenta solo, sino junto a tantos hermanos y hermanas, en la Iglesia.

El profeta, en fin, se detiene sobre la oración de los sacerdotes, los cuales, con los ojos llenos de lágrimas, se dirigen a Dios diciendo: «¡No entregues tu herencia al oprobio, y que las naciones no se burlen de ella! ¿Por qué se ha de decir entre los pueblos: ¿Dónde está su Dios?» (v.17). Esta oración nos hace reflexionar sobre la importancia del testimonio de fe y de vida cristiana de cada uno de nosotros y de nuestras comunidades para manifestar el rostro de la Iglesia y cómo, algunas veces este rostro es desfigurado. Pienso, en particular, en las culpas contra la unidad de la iglesia, en las divisiones en el cuerpo eclesial. Vivir la Cuaresma en una comunión eclesial más intensa y evidente, superando individualismos y rivalidades, es un signo humilde y precioso para los que están alejados de la fe o los indiferentes.

«¡Éste es el tiempo favorable, éste es el día de la salvación!» (2 Co 6, 2). Las palabras del apóstol Pablo a los cristianos de Corinto resuenan también para nosotros con una urgencia que no admite ausencias o inercias. El término “éste” repetido tantas veces dice que este momento no se debe dejar escapar, se nos ofrece como ocasión única e irrepetible. Y la mirada del Apóstol se concentra en el compartir, con el que Cristo ha querido caracterizar su existencia, asumiendo todo lo humano hasta hacerse cargo del mismo pecado de los hombres. La frase de san Pablo es muy fuerte: «Dios lo identificó con el pecado en favor nuestro». Jesús, el inocente, el Santo, «Aquél que no conoció el pecado» (2 Co 5, 21), asume el peso del pecado compartiendo con la humanidad el resultado de la muerte, y de la muerte en la cruz. La reconciliación que se nos ofrece ha tenido un precio altísimo, el de la cruz levantada en el Gólgota, donde fue colgado el Hijo de Dios hecho hombre. En esta inmersión de Dios en el sufrimiento humano en el abismo del mal está la raíz de nuestra justificación. El «volver a Dios con todo nuestro corazón» en nuestro camino cuaresmal pasa a través de la Cruz, el seguir a Cristo por el camino que conduce al Calvario, al don total de sí. Es un camino en el cual debemos aprender cada día a salir cada vez más de nuestro egoísmo y de nuestro ensimismamiento, para dejar espacio a Dios que abre y transforma el corazón. Y san Pablo recuerda cómo el anuncio de la Cruz resuena también para nosotros gracias a la predicación de la Palabra, de la que el mismo Apóstol es embajador; un llamado para nosotros, para que este camino cuaresmal se caracterice por una escucha más atenta y asidua de la Palabra de Dios, luz que ilumina nuestros pasos.

En la página del Evangelio de Mateo, que pertenece al denominado Sermón de la montaña, Jesús se refiere a tres prácticas fundamentales previstas por la Ley mosaica: la limosna, la oración y el ayuno; son también indicaciones tradicionales en el camino cuaresmal para responder a la invitación de «volver a Dios de todo corazón». Pero Jesús subraya que la calidad y la verdad de la relación con Dios son las que califican la autenticidad de todo gesto religioso. Por ello Él denuncia la hipocresía religiosa, el comportamiento que quiere aparentar, las conductas que buscan aplausos y aprobación. El verdadero discípulo no se sirve a sí mismo o al “público”, sino a su Señor, en la sencillez y en la generosidad: «Y tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará» (Mt 6,4.6.18). Nuestro testimonio, entonces, será más incisivo cuando menos busquemos nuestra gloria y seremos conscientes de que la recompensa del justo es Dios mismo, el estar unidos a Él, aquí abajo, en el camino de la fe, y al final de la vida, en la paz y en la luz del encuentro cara a cara con Él para siempre (Cfr. 1 Co 13, 12).

Queridos hermanos y hermanas, comencemos confiados y alegres este itinerario cuaresmal. Que resuene fuerte en nosotros la invitación a la conversión, a «volver a Dios de todo corazón», acogiendo su gracia que nos hace hombres nuevos, con aquella sorprendente novedad que es participación en la vida misma de Jesús. Nadie de nosotros, por lo tanto, haga oídos sordos a este llamado, que se nos dirige también en el austero rito, tan sencillo y al mismo tiempo tan sugestivo, de la imposición de las cenizas, que cumpliremos dentro de poco ¡Que nos acompañe en este tempo la Virgen María, Madre de la Iglesia y modelo de todo auténtico discípulo del Señor! ¡Amén!

NOTA: subrayados nuestros.