Con estas notas me interesó
rendir un homenaje a una Iglesia que encontró, entiendo, en el papa Benedicto
XVI la posibilidad de iniciar el camino para aquello que suele denominarse
«otro mundo es posible».
Los textos escogidos constituyen una advertencia sobre
los males que pueden sobrevenir, o mejor, sobre la profundización de los males
que ya se encuentran arrasando hombres, impidiéndoles construirse como «personas».
La Iglesia de Roma no expresa sólo una idea religiosa, es
un poder mundial que encierra la posibilidad de ayudar a la consumación del
secularismo individualista o que (contrariamente) puede magistralmente formar
para la libertad. Un film titulado V de Venganza, expresa en sus escenas
finales el significado revolucionario de la libertad.
La realidad de la Iglesia en este momento preciso
continúa exhibiendo aquello que en las diamantinas homilías me atreví a
subrayar.
Creo encontrar en este pontífice el símbolo de todos los
oprimidos, aquellos cuya voz no es escuchada; aquellos que ni aún gritando son
escuchados. El pontífice gritó finalmente a través de sus textos.
Reproduje la imagen de la sonrisa tímida, de quien en sus
últimos días de pontificado mostró su sencillez, aquella que lo acompañó
durante todo su pontificado.
El Sacro Colegio de Cardenales realizó su elección.
Parecería que el «Espíritu Santo» hubiera estado ausente a la hora de la
elección, o que «algo» hubiera afectado la audición espiritual.
El resultado fue la elección de un nuevo papa: su sonrisa
amplia y desbordante resulta un contrate con la anterior: expresa la felicidad
terrena, es la risa burlesca, estentórea y vulgar, toda ella que se me aparece
como un signo diabólico.
Deseo que Francisco I, el apóstata (el
«papa-espectáculo») sea sacudido por un rayo de sacralidad y que realmente pueda
ver a los humillados; no instrumentalizar lo sagrado sino convertirse en instrumento de ese Dios
cuyas enseñanzas debería comenzar a practicar.
Que el nuevo año religioso comience
a presenciar ese nuevo camino.
SEMANA SANTA DEL AÑO 2013 - SU SANTIDAD BENEDICTO XVI (ABRIL
2005 - FEBRER0 2013)
«BENTO XVI CONTRA A CULTURA
DA MORTE» (Benedicto XVI contra la Cultura de la Muerte). EN: REVISTA VEJA,
RIO DE JANEIRO, ANO 46, Nº 8, 20 DE FEVEREIRO DE 2013)
(Traducción parcial)
«HIPÓCRITAS. ISAÍAS ESTABA EN LO CIERTO SOBRE USTEDES: 'ESA
GENTE ME HONRA CON PALABRAS, PERO SU CORAZÓN ESTÁ LEJOS DE MÍ. ES VANA SU
ADORACIÓN POR MÍ' ..."
"Al anunciar que dejará el pontificado el próximo
día 28 [febrero], el papa Benedicto XVI tomó la más osada decisión en su lucha
contra la CULTURA DE LA MUERTE e contra el RELATIVISMO, que hoy reivindican el
estatuto de un humanismo superior y que se infiltraron en el seno de la Iglesia
Católica. En muchos aspectos, son los enemigos más poderosos y articulados que
ella jamás enfrentó.
El Sumo Pontífice empeñado en la preservación de la Ciudad
de Dios, para recordar a San Agustín (354-430), de quien es admirador
confeso, apeló a la experiencia del cardenal Joseph Ratzinger, un profundo
conocedor de la «CIUDAD DE LOS HOMBRES», y actuó. El teólogo más influyente de
la Iglesia en los últimos 35 años puede, así, articular la propia sucesión. En
los días que seguirán al anuncio de la decisión, el papa nos dijo gran parte de
lo que le atribuyeron y habló mucho más de lo que muchos percibieron.
Al renunciar, definió un camino.
Lector, Ud. puede no creer en Dios, pero evite el
ridículo en que cayeron muchos colegas, de aquí [Brasil] y de afuera, de no
creer en la claridad de la Iglesia.
El Miércoles de Cenizas, delante de los Cardenales,
Benedicto XVI censuró «los GOLPES DADOS CONTRA LA UNIDAD DE LA IGLESIA» y «las
divisiones en el cuerpo eclesial».
En el fragmento más significativo de su homilía, la cual
fue poco destacada, ditó al apóstol Paulo:
«El denuncia la HIPOCRESÍA RELIGIOSA, el comportamiento que
desea exhibirse, los HÁBITOS QUE PROCURAN EL APLAUSO Y LA APROBACIÓN. El
verdadero discípulo no se sirve a sí
mismo ni al público, sino a su Señor, en la simplicidad y en la generosidad»
Al día siguiente, en un encuentro con sacerdotes de la
Diócesis de Roma, instó a «trabajar para la realización VERDADERA del Concilio
[Vaticano II] y para la verdadera renovación de la Iglesia".
Los «golpes contra la unidad de la Iglesia» y las «divisiones en el cuerpo eclesial» no
remiten a las pequeñeces de los bastidores del Vaticano. Es un error leer la vida intelectual de la
Iglesia como quien analizaba las divisiones internas del Kremlin, y analiza
ahora las del Palacio de Planalto. No se están discutiendo [cuestiones menores]. .. El catolicismo es un
poco más complejo. Al citar a San Pablo y recordar que «el verdadero discípulo
no se sirve a sí mismo ni a su público, sino a su Señor», Benedicto XVI está
afirmando lo obvio, frecuentemente olvidado hasta por la jerarquía religiosa,
especialmente por los partidarios de cierta «Escatología de la Liberación»:
para los católicos, la Iglesia no es autora de una verdad humana, sometida a
una permanente revisión, sino depositaria de una verdad revelada por Dios, que es
eterna.
La confusión no hizo más que aumentar cuando el papa
afirmó la necesidad de trabajar para «la realización VERDADERA del Concilio
Vaticano II» y para «la verdadera renovación de la Iglesia» Se ignoró el
adjetivo «VERDADERO», dicho y reiterado, y se dio relevancia a la «RENOVACIÓN».
Benedicto XVI estaría, así, admitiendo la propia
obsolescencia y la de la institución que dirige.
El CONCILIO tuvo dos fases, la buena y la mala. Con él el
catolicismo buscó abrirse más a la experiencia comunitaria, un retorno a los
orígenes. Hizo bien. Es preciso radicalizar esa experiencia. Pero se dejó
infiltrar por el proselitismo ideológico de izquierda, sustituyendo,
especialmente en los años '60 y '70, los Evangelios por una versión de la lucha
de clases aún más primitiva que la de los comunistas. En los días que corren,
esa expresión particular del LAICISMO degeneró en lo que aquí se llama «CULTURA
DE LA MUERTE» [...] y en el RELATIVISMO,
según el cual la verdad revelada por Cristo se iguala a cualquier otra. No para
la Iglesia. No para los católicos.
La «verdadera renovación» de Benedicto XVI significa la
reiteración de fundamentos que no son ni viejos ni reaccionarios, sino eternos.
Para quien cree, es evidente.
Decisión como esa no se toma de manera impensada, mucho
menos en soledad. Cuando se hizo público su mensaje en homenaje al Día Mundial
de la Paz, el día 1º de enero, Benedicto XVI ya tenía trazado el camino de la
Iglesia. Y en él se lee con todas las letras y sin ninguna ambigüedad:
«Condición preliminar para la paz es el desmantelamiento de la
DICTADURA DEL RELATIVISMO y de la apología de una moral totalmente autónoma,
que impide el reconocimiento de lo imprescindible de la ley moral natural
inscripta por Dios en la conciencia de cada hombre. La paz es construcción en
términos racionales y morales de convivencia, asentándola sobre un fundamento
cuya medida no es creada por el hombre, sino por Dios».
Benedicto XVI es aquel que vino a restaurar en la
cristiandad contemporánea la convicción de que FE y RAZÓN pueden convivir e
iluminarse mutuamente, como ya quería San Agustín en el siglo V, de quien el
papa, en verdad, hace una glosa.
El jefe de la Iglesia reafirma la herencia de la etapa
madura de Agustín, según quien la Divina Providencia dotó al hombre del libre
arbitrio --la «ley moral natural inscripta por Dios en nuestra conciencia».
Sucede que ese ejercicio de la voluntad, como quería el santo, «solamente es
meritoriamente libre en tanto liberado por la gracia de Dios».
En ese mismo texto, Benedicto XVI atacó a la CULTURA DE
LA MUERTE:
«El camino para la consecución del bien común y de la paz es,
antes que nada, el respeto por la vida humana (...) Quien desea la paz no puede
tolerar atentados y crímenes contra la vida. Aquellos que no aprecian suficientemente
el valor de la vida humana [...] tal vez no se den cuenta de que, así, están
proponiendo la prosecución de una paz ilusoria (...)»
[...]
En la Encíclica Pacem in Terris de Juan XXIII [cumple 50
años el 11 de abril] [se lee :]
« [...] Si contemplamos la dignidad de la persona humana a la
luz de las verdades reveladas, no podemos dejar de tenerla en estima
incomparablemente mayor. Se trata, en efecto, de personas redimidas por la
Sangre de Cristo, las cuales con la gracia se tornaron hijas y amigas de Dios,
herederas de la gloria eterna».
Benedicto XVI renunció al comando de esa Iglesia para que
la Iglesia no corra el riesgo de renunciar a si misma y a la herencia que nos
torna hijos de Dios en tanto hijos del hombre".
Por
REINALDO AZEVEDO
NOTA: Las mayúsculas son nuestras.
(I)
BENEDICTO XVI
AUDIENCIA GENERAL
Sala Pablo VI
Miércoles 13 de febrero de 2013
Miércoles 13 de febrero de 2013
Queridos hermanos y hermanas
Como sabéis —gracias por vuestra simpatía—, he decidido renunciar al
ministerio que el Señor me ha confiado el 19 de abril de 2005. Lo he hecho con
plena libertad por el bien de la Iglesia, tras haber orado durante mucho tiempo
y haber examinado mi conciencia ante Dios, muy consciente de la importancia de
este acto, pero consciente al mismo tiempo de no estar ya en condiciones de
desempeñar el ministerio petrino con la fuerza que éste requiere. Me sostiene y
me ilumina la certeza de que la Iglesia es de Cristo, que no dejará de guiarla
y cuidarla. Agradezco a todos el amor y la plegaria con que me habéis
acompañado. Gracias. En estos días nada fáciles para mí, he sentido casi
físicamente la fuerza que me da la oración, el amor de la Iglesia, vuestra
oración. Seguid rezando por mí, por la Iglesia, por el próximo Papa. El Señor
nos guiará.
Las tentaciones de Jesús y la conversión por el Reino de los Cielos
Queridos hermanos y hermanas:
Hoy, miércoles de Ceniza, empezamos el tiempo litúrgico de Cuaresma,
cuarenta días que nos preparan a la celebración de la Santa Pascua; es un
tiempo de particular empeño en nuestro camino espiritual. El número cuarenta se
repite varias veces en la Sagrada Escritura. En especial, como sabemos,
recuerda los cuarenta años que el pueblo de Israel peregrinó en el desierto: un
largo período de formación para convertirse en el pueblo de Dios, pero también
un largo período en el que la tentación de ser infieles a la alianza con el
Señor estaba siempre presente. Cuarenta fueron también los días de camino del
profeta Elías para llegar al Monte de Dios, el Horeb; así como el periodo que
Jesús pasó en el desierto antes de iniciar su vida pública y donde fue tentado
por el diablo. En la catequesis de hoy desearía detenerme precisamente en este
momento de la vida terrena del Señor, que leeremos en el Evangelio del próximo
domingo.
Ante todo el desierto, donde Jesús se retira, es el lugar del
silencio, de la pobreza, donde el hombre está privado de los apoyos materiales
y se halla frente a las preguntas fundamentales de la existencia, es impulsado
a ir a lo esencial y precisamente por esto le es más fácil encontrar a Dios.
Pero el desierto es también el lugar de la muerte, porque donde no hay
agua no hay siquiera vida, y es el lugar de la soledad, donde el hombre siente
más intensa la tentación. Jesús va al desierto y allí sufre la tentación de
dejar el camino indicado por el Padre para seguir otros senderos más fáciles y mundanos
(cf. Lc 4, 1-13). Así Él carga nuestras tentaciones, lleva nuestra
miseria para vencer al maligno y abrirnos el camino hacia Dios, el camino de la
conversión.
Reflexionar sobre las tentaciones a las que es sometido Jesús en el
desierto es una invitación a cada uno de nosotros para responder a una pregunta
fundamental: ¿qué cuenta de verdad en mi vida? En la primera tentación el
diablo propone a Jesús que cambie una piedra en pan para satisfacer el hambre.
Jesús rebate que el hombre vive también de pan, pero no sólo de
pan: sin una respuesta al hambre de verdad, al hambre de Dios, el hombre no se
puede salvar (cf. vv. 3-4). En la segunda tentación, el diablo propone a Jesús
el camino del poder: le conduce a lo alto y le ofrece el dominio del mundo; pero
no es éste el camino de Dios: Jesús tiene bien claro que no es el poder mundano
lo que salva al mundo, sino el poder de la cruz, de la humildad, del amor (cf.
vv. 5-8). En la tercera tentación, el diablo propone a Jesús que se arroje del
alero del templo de Jerusalén y que haga que le salve Dios mediante sus
ángeles, o sea, que realice algo sensacional para poner a prueba a Dios mismo;
pero la respuesta es que Dios no es un objeto al que imponer nuestras
condiciones: es el Señor de todo (cf. vv. 9-12). ¿Cuál es el núcleo de las
tres tentaciones que sufre Jesús? Es la propuesta de instrumentalizar a Dios,
de utilizarle para los propios intereses, para la propia gloria y el propio
éxito. Y por lo tanto, en sustancia, de ponerse uno mismo en el lugar de Dios,
suprimiéndole de la propia existencia y haciéndole parecer superfluo. Cada uno
debería preguntarse: ¿qué puesto tiene Dios en mi vida? ¿Es Él el Señor o lo
soy yo?
Superar la tentación de someter a Dios a uno mismo y a los propios
intereses, o de ponerle en un rincón, y convertirse al orden justo de
prioridades, dar a Dios el primer lugar, es un camino que cada cristiano debe
recorrer siempre de nuevo. «Convertirse», una invitación que escucharemos
muchas veces en Cuaresma, significa seguir a Jesús de manera que su Evangelio
sea guía concreta de la vida; significa dejar que Dios nos transforme, dejar de
pensar que somos nosotros los únicos constructores de nuestra existencia;
significa reconocer que somos creaturas, que dependemos de Dios, de su amor, y
sólo «perdiendo» nuestra vida en Él podemos ganarla. Esto exige tomar nuestras
decisiones a la luz de la Palabra de Dios. Actualmente ya no se puede ser
cristiano como simple consecuencia del hecho de vivir en una sociedad que tiene
raíces cristianas: también quien nace en una familia cristiana y es formado
religiosamente debe, cada día, renovar la opción de ser cristiano, dar a Dios
el primer lugar, frente a las tentaciones que una cultura secularizada le
propone continuamente, frente al juicio crítico de muchos contemporáneos.
Las pruebas a las que la sociedad actual somete al cristiano, en efecto,
son muchas y tocan la vida personal y social. No es fácil ser fieles al
matrimonio cristiano, practicar la misericordia en la vida cotidiana, dejar
espacio a la oración y al silencio interior; no es fácil oponerse públicamente
a opciones que muchos consideran obvias, como el aborto en caso de embarazo
indeseado, la eutanasia en caso de enfermedades graves, o la selección de
embriones para prevenir enfermedades hereditarias. La tentación de dejar de
lado la propia fe está siempre presente y la conversión es una respuesta a Dios
que debe ser confirmada varias veces en la vida.
Sirven de ejemplo y de estímulo las grandes conversiones, como la de san
Pablo en el camino de Damasco, o san Agustín; pero también en nuestra época
de eclipse del sentido de lo sagrado, la gracia de Dios actúa y obra
maravillas en la vida de muchas personas. El Señor no se cansa de llamar a
la puerta del hombre en contextos sociales y culturales que parecen engullidos
por la secularización, como ocurrió con el ruso ortodoxo Pavel Florenskij.
Después de una educación completamente agnóstica, hasta el punto de
experimentar auténtica hostilidad hacia las enseñanzas religiosas impartidas en
la escuela, el científico Florenskij llega a exclamar: «¡No, no se puede vivir
sin Dios!», y cambió completamente su vida: tanto que se hace monje.
Pienso también en la figura de Etty Hillesum, una joven holandesa de origen
judío que morirá en Auschwitz. Inicialmente lejos de Dios, le descubre mirando
profundamente dentro de ella misma y escribe: «Un pozo muy profundo hay dentro
de mí. Y Dios está en ese pozo. A veces me sucede alcanzarle, más a menudo
piedra y arena le cubren: entonces Dios está sepultado. Es necesario que lo
vuelva a desenterrar» (Diario, 97). En su vida dispersa e inquieta,
encuentra a Dios precisamente en medio de la gran tragedia del siglo XX, la Shoah.
Esta joven frágil e insatisfecha, transfigurada por la fe, se convierte en una
mujer llena de amor y de paz interior, capaz de afirmar: «Vivo constantemente
en intimidad con Dios».
La capacidad de oponerse a las lisonjas ideológicas de su tiempo para
elegir la búsqueda de la verdad y abrirse al descubrimiento de la fe está
testimoniada por otra mujer de nuestro tiempo: la estadounidense Dorothy Day.
En su autobiografía, confiesa abiertamente haber caído en la tentación de
resolver todo con la política, adhiriéndose a la propuesta marxista: «Quería ir
con los manifestantes, ir a prisión, escribir, influir en los demás y dejar mi
sueño al mundo. ¡Cuánta ambición y cuánta búsqueda de mí misma había en todo
esto!». El camino hacia la fe en un ambiente tan secularizado era
particularmente difícil, pero la Gracia actúa igual, como ella misma subrayara:
«Es cierto que sentí más a menudo la necesidad de ir a la iglesia, de
arrodillarme, de inclinar la cabeza en oración. Un instinto ciego, se podría
decir, porque no era consciente de orar. Pero iba, me introducía en la
atmósfera de oración...». Dios la condujo a una adhesión consciente a la
Iglesia, a una vida dedicada a los desheredados.
En nuestra época no son pocas las conversiones entendidas como el regreso
de quien, después de una educación cristiana, tal vez superficial, se ha
alejado durante años de la fe y después redescubre a Cristo y su Evangelio. En
el Libro del Apocalipsis leemos: «Mira, estoy de pie a la puerta y
llamo. Si alguien escucha mi voz y abre la puerta, entraré en su casa y cenaré
con él y él conmigo» (3, 20). Nuestro hombre interior debe prepararse para
ser visitado por Dios, y precisamente por esto no debe dejarse invadir por los
espejismos, las apariencias, las cosas materiales.
En este tiempo de Cuaresma, en el Año de la fe, renovemos
nuestro empeño en el camino de conversión para superar la tendencia a
cerrarnos en nosotros mismos y para, en cambio, hacer espacio a Dios, mirando
con sus ojos la realidad cotidiana. La alternativa entre el cierre en
nuestro egoísmo y la apertura al amor de Dios y de los demás podríamos decir
que se corresponde con la alternativa de las tentaciones de Jesús: o sea,
alternativa entre poder humano y amor a la Cruz, entre una redención vista en
el bienestar material sólo y una redención como obra de Dios, a quien damos la
primacía en la existencia. Convertirse significa no encerrarse en la
búsqueda del propio éxito, del propio prestigio, de la propia posición, sino
hacer que cada día, en las pequeñas cosas, la verdad, la fe en Dios y el amor
se transformen en la cosa más importante.
Saludos
Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular a
los grupos provenientes de España, Perú, México y los demás países
latinoamericanos. Invito a todos en este tiempo de Cuaresma a renovar el
compromiso de conversión, dejando espacio a Dios, aprendiendo a mirar con sus
ojos la realidad de cada día. Muchas gracias.
© Copyright 2013 - Libreria Editrice Vaticana
NOTA: subrayados nuestros.
(II)
Homilía de Benedicto XVI en el Miércoles de Ceniza
13 febrero, 2013
Homilía de Su Santidad
BENEDICTO XVI
Basílica Papal de San Pedro
Miércoles de Ceniza, 13 de febrero de 2013
Venerables Hermanos, queridos hermanos y hermanas:
Hoy, Miércoles de Ceniza, iniciamos un nuevo camino cuaresmal, un camino que se desarrolla por cuarenta días y que nos conduce al gozo de la Pascua del Señor, a la victoria de la Vida sobre la muerte. Nos hemos reunido para la Celebración de la Eucaristía siguiendo la antiquísima tradición romana de las stationes cuaresmales. Tal tradición prevé que la primera statio tenga lugar en la Basílica de Santa Sabina sobre la colina romana del Aventino. Las circunstancias han sugerido reunirnos en la basílica Vaticana. Esta tarde somos muchos los que nos encontramos alrededor de la Tumba del Apóstol Pedro para pedir también su intercesión para el camino de la Iglesia en este momento particular, renovando nuestra fe en el Pastor Supremo, Cristo Señor. Es para mí una ocasión propicia para agradecer a todos, especialmente a los fieles de la Diócesis de Roma, mientras me preparo a concluir el ministerio petrino, y para pedir un particular recuerdo en la oración.
Las Lecturas que han sido proclamadas nos ofrecen ocasiones que, con la gracia de Dios, estamos llamados a convertir en actitudes y comportamientos concretos en esta Cuaresma. Ante todo la Iglesia nos vuelve a proponer, el enérgico llamado que el profeta Joel dirige al pueblo de Israel: «Dice el Señor todopoderoso: convertíos a mí de todo corazón, con ayuno, con llanto, con luto» (2,12). Es subrayada la expresión «de todo corazón», que significa desde el centro de nuestros pensamientos y sentimientos, de la raíz de nuestras decisiones, elecciones y acciones, con un gesto de total y radical libertad. Pero ¿es posible este retorno a Dios? Sí, porque hay una fuerza que no reside en nuestro corazón, sino que se libera del corazón mismo de Dios. Es la fuerza de su misericordia. El profeta dice todavía: «Convertíos al Señor, Dios vuestro, porque es compasivo y misericordioso, lento a la cólera, rico en piedad, y se arrepiente de las amenazas» (v.13). El retorno al Señor es posible como ‘gracia’, porque es obra de Dios es fruto de la fe que reponemos en su misericordia. Pero este retornar a Dios se vuelve realidad concreta en nuestra vida sólo cuando la gracia del Señor penetra en lo profundo y lo sacude donándonos la fuerza de «lacerar el corazón». Es el profeta una vez más que hace resonar de parte de Dios estas palabras: «Rasgad los corazones, no las vestiduras» (v.13). En efecto, también en nuestros días, muchos están listos a “rasgarse las vestiduras” ante escándalos e injusticias – cometidas naturalmente por otros –, pero pocos parecen dispuestos a actuar sobre el propio “corazón”, sobre la propia consciencia y sobre las propias intenciones, dejando que el Señor transforme, renueve y convierta.
Aquel «convertíos a mí de todo corazón», es un llamado que no sólo involucra al individuo, sino a la comunidad. Hemos escuchado siempre en la primera Lectura: «Tocad la trompeta en Sión, proclamad el ayuno, convocad la reunión; congregad al pueblo, santificad la asamblea, reunid a los ancianos, congregad a muchachos y niños de pecho; salga el esposo de la alcoba» (vv.15-16). La dimensión comunitaria es un elemento esencial en la fe y en la vida cristiana. Cristo ha venido «para reunir a los hijos de Dios que estaban dispersos» (Cfr. Jn 11, 52). El “Nosotros” de la Iglesia es la comunidad en la que Jesús nos reúne (Cfr. Jn 12, 32): la fe es necesariamente eclesial. Y esto es importante recordarlo y vivirlo en este Tiempo de la Cuaresma: que cada uno sea consiente que el camino penitencial no lo enfrenta solo, sino junto a tantos hermanos y hermanas, en la Iglesia.
El profeta, en fin, se detiene sobre la oración de los sacerdotes, los cuales, con los ojos llenos de lágrimas, se dirigen a Dios diciendo: «¡No entregues tu herencia al oprobio, y que las naciones no se burlen de ella! ¿Por qué se ha de decir entre los pueblos: ¿Dónde está su Dios?» (v.17). Esta oración nos hace reflexionar sobre la importancia del testimonio de fe y de vida cristiana de cada uno de nosotros y de nuestras comunidades para manifestar el rostro de la Iglesia y cómo, algunas veces este rostro es desfigurado. Pienso, en particular, en las culpas contra la unidad de la iglesia, en las divisiones en el cuerpo eclesial. Vivir la Cuaresma en una comunión eclesial más intensa y evidente, superando individualismos y rivalidades, es un signo humilde y precioso para los que están alejados de la fe o los indiferentes.
«¡Éste es el tiempo favorable, éste es el día de la salvación!» (2 Co 6, 2). Las palabras del apóstol Pablo a los cristianos de Corinto resuenan también para nosotros con una urgencia que no admite ausencias o inercias. El término “éste” repetido tantas veces dice que este momento no se debe dejar escapar, se nos ofrece como ocasión única e irrepetible. Y la mirada del Apóstol se concentra en el compartir, con el que Cristo ha querido caracterizar su existencia, asumiendo todo lo humano hasta hacerse cargo del mismo pecado de los hombres. La frase de san Pablo es muy fuerte: «Dios lo identificó con el pecado en favor nuestro». Jesús, el inocente, el Santo, «Aquél que no conoció el pecado» (2 Co 5, 21), asume el peso del pecado compartiendo con la humanidad el resultado de la muerte, y de la muerte en la cruz. La reconciliación que se nos ofrece ha tenido un precio altísimo, el de la cruz levantada en el Gólgota, donde fue colgado el Hijo de Dios hecho hombre. En esta inmersión de Dios en el sufrimiento humano en el abismo del mal está la raíz de nuestra justificación. El «volver a Dios con todo nuestro corazón» en nuestro camino cuaresmal pasa a través de la Cruz, el seguir a Cristo por el camino que conduce al Calvario, al don total de sí. Es un camino en el cual debemos aprender cada día a salir cada vez más de nuestro egoísmo y de nuestro ensimismamiento, para dejar espacio a Dios que abre y transforma el corazón. Y san Pablo recuerda cómo el anuncio de la Cruz resuena también para nosotros gracias a la predicación de la Palabra, de la que el mismo Apóstol es embajador; un llamado para nosotros, para que este camino cuaresmal se caracterice por una escucha más atenta y asidua de la Palabra de Dios, luz que ilumina nuestros pasos.
En la página del Evangelio de Mateo, que pertenece al denominado Sermón de la montaña, Jesús se refiere a tres prácticas fundamentales previstas por la Ley mosaica: la limosna, la oración y el ayuno; son también indicaciones tradicionales en el camino cuaresmal para responder a la invitación de «volver a Dios de todo corazón». Pero Jesús subraya que la calidad y la verdad de la relación con Dios son las que califican la autenticidad de todo gesto religioso. Por ello Él denuncia la hipocresía religiosa, el comportamiento que quiere aparentar, las conductas que buscan aplausos y aprobación. El verdadero discípulo no se sirve a sí mismo o al “público”, sino a su Señor, en la sencillez y en la generosidad: «Y tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará» (Mt 6,4.6.18). Nuestro testimonio, entonces, será más incisivo cuando menos busquemos nuestra gloria y seremos conscientes de que la recompensa del justo es Dios mismo, el estar unidos a Él, aquí abajo, en el camino de la fe, y al final de la vida, en la paz y en la luz del encuentro cara a cara con Él para siempre (Cfr. 1 Co 13, 12).
Queridos hermanos y hermanas, comencemos confiados y alegres este itinerario cuaresmal. Que resuene fuerte en nosotros la invitación a la conversión, a «volver a Dios de todo corazón», acogiendo su gracia que nos hace hombres nuevos, con aquella sorprendente novedad que es participación en la vida misma de Jesús. Nadie de nosotros, por lo tanto, haga oídos sordos a este llamado, que se nos dirige también en el austero rito, tan sencillo y al mismo tiempo tan sugestivo, de la imposición de las cenizas, que cumpliremos dentro de poco ¡Que nos acompañe en este tempo la Virgen María, Madre de la Iglesia y modelo de todo auténtico discípulo del Señor! ¡Amén!
NOTA: subrayados nuestros.